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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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13 de Febrero de 2015
Cruce de aceros
José Antonio Córdoba.-Cuando pude reaccionar, encaminé mis pasos y me acerqué hasta el órgano, extendiéndole el paquete y sin dejar de mirar los tubos. Me tocó en el hombro para que lo mirara y me dijo: -¿has visto un ángel?, yo asentí, -Pues el Cielo a través de él te ha hablado. Sin entender que había ocurrido cumplí con el recado que me había llevado hasta Santo Domingo. Al abandonar la iglesia, la noche había caído sobre la ribera del río. Los escasos faroles apenas iluminaban mis pasos. Decidí ascender a la villa antigua por los mercedarios, y así caminaba cuando un grupo de hombres ocultos bajo capas, sobreros y espadas en mano, al paso me salieron, no entendía, parecía como si hubiera retrocedido en el tiempo. Yo que apenas mantenía firme aquel palo de escoba que Rafa me dejaba en el café para cubrir mis consumiciones con tareas de limpieza, no tenía edad para las armas, más nunca, las había usado.

Aquellos hombres cubiertos se me desfiguraban con las sombras, es por ello que no me percaté del que por mi espalada se me abalanzaba, hasta que el golpe de metales me hizo instintivamente acariciar el albero de la calle, cuando alcé la vista puede comprobar como una de aquellas figuras oscuras era atravesada por el acero de un hombre, que ocultaba bajo su capa oscura un manto blanco. Al mirar en mi derredor pude observar como un grupo de hombres ahora se batía ferozmente con los que se suponen eran mis asaltantes. En unos minutos, el ruido del mental contra metal se fue amortiguando, con el grito de dolor, profesado por el último atacante al ser herido de muerte, se pudo oír al unísono y en coro “deux volt”.

Me puse de pie ante la insistencia gesticular del hombre, que según perecía, me había salvado de una muerte segura. De pronto desde lo alto de la villa, se oía el ruido de unos cascos de caballos que descendía dirección a la ribera. Los hombres se agruparon y uno de ellos hacía gestos hacia un lugar de la calle en el que no había nadie, cuando de pronto, dos figuras aparecieron y se unieron al grupo que ya se giraba y se encaminaba hacia uno de los arcos de piedra, de lo que habían dado en llamar las Covachas, unas oquedades a los pies de la villa antigua, de uso variado y nunca bien entendido. Al llegar el primer hombre a una de las columnas, deslizó su mano sobre uno de los relieves y se introdujo por el paso del arco, todos le seguimos. No lo entendía, al cruzar la arcada, un túnel se habría al fondo iluminado por antorchas, accedí al mismo casi de los últimos y al entrar me volví a tiempo de ver como el hombre que nos seguía tocaba sobre la pared y las piedras de movían cerrando la abertura por la que habíamos accedido. Durante uno minutos estuvimos caminando por galerías que no daba más espacio, que para andar uno tras otro. Al cabo de unos minutos, llegamos a una sala, hombres con túnicas blancas nos daban el recibimiento, su imagen me era vagamente familiar pero no lograba traerla a mi mente estupefacta. De pronto, quien me había salvado se despoja de su manto oscuro y deja ver una túnica blanca con una gran cruz roja en el pecho. No había caído en el detalle hasta ahora, y por ello no dejaba de contemplarlo, sus espadas no eran las mismas que las de mis atacantes, éstas eran más grandes de empuñadura en cruz, y la hoja de unos dos dedos de ancho. Avancé perplejo por la sala y al girarme, una imagen de Cristo crucificado, presidía la boca de la galería por la que habíamos accedido.

Miraba rostro por rostro, más no distinguía detalles de sus facciones, ¿qué ocurría?, de pronto una voz, me llamaba, una voz familiar, me reclamaba: ¡José Antonio, despierta!, ¡¿buen amigo estás bien?!

De pronto y al sentir el contacto de una mano sobre mi hombro fue como si me precipitara al vacío, al abrir los ojos, varios pares de ellos me miraban, entre preocupación y curiosidad. Quien me tocaba era Rafa, que me dejaba en ese momento un café sobre la mesa, y me decía: -Cierto buen José Antonio, que eso de que te dormías a la primera era bien cierto. Dos minutos, amigo mío, dos minutos entre ponerte el café y traértelo, y tus ronquidos han despertado al buen párroco de la Iglesia Mayor…

 
 
 
 

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