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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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23 de Mayo de 2015
El sitio (I)
José Antonio Córdoba.-Por la ciudad fortificada corría un rumor, como lo hacía el viento frío de las montañas, de que se aproximaba un ejército hacia la misma y que su jefe había pronosticado que: “De las piedras de sus murallas haré polvo que dispersaré en las arenas del tiempo”Una veintena de caballeros se aproximaban por la única entrada y salida del valle donde se ubicaba la villa fortificada. Su jefe llevaba años buscando aquella escondida fortaleza de la que generaciones y culturas diferentes hablaban como “la Ciudad de los Gigantes”, pero que nadie sabía a ciencia cierta donde se ubicaba, pero el destino quiso que ante ellos se abriera el camino angosto que llevaba hasta aquel valle en el que ahora se encontraban.
En la parte más alta del camino y ya en el interior de las montañas, la imagen era tan bella como sorprendente, algunos cientos de metros por debajo de ellos se extendía un frondoso valle, delimitado en todo su contorno por una pared inmensa formada por aquellas mismas montañas, cuya tonalidad grisácea contrastaba con las tonalidades claras y vivas del fondo del valle, donde entre bosques, se extendían zonas de cultivos con pequeñas edificaciones que debían de ser para los apeos de labranza y que daban la impresión, por el número de parcelas de cultivos que era una tierra generosa para el mismo. En un extremo del valle, opuesto a la entrada una silueta apenas visible mostraba  el destello plateado de lo que podía ser un arroyo.

Sin embargo, lo que dejó perplejos a los caballeros era las proporciones de la fortaleza que se levantaba casi en el centro mismo del valle. Desde su posición de observadores se podía ver la majestuosidad de la construcción, que aunque, sin elementos decorativos florecientes, en su misma sobriedad era bella.

Los jinetes se pusieron en marcha descendiendo por el camino que en este lado de la montaña era menos agreste. Sin embargo, el cabalgar de sus monturas delataba su presencia en todo el valle, ya que el sonido del metal de las herraduras de sus caballos retumbaba cuando estas tocaban las piedras de la que estaba formado el piso, dando la impresión de que el número de jinetes casi se hiciera de miles.

Continuaron al paso, contemplando cada detalle del paraje que se abría entorno a ellos. El camino llevaba directamente a las puertas de la fortaleza. En nada, exageraban aquellos que decían que los habitantes del castillo deberían de ser gigantes, pues las murallas rivalizaban en altura con los picos de las montañas que bordeaban el valle, era como si sus constructores pretendieran ver desde lo alto de las atalayas el otro lado de las montañas. Pero si las murallas se erguían al cielo, no menos impresionante era su puerta, que de buen seguro necesitaría alguna hora que otra en abrir o cerrarse.

Los caballeros se dividieron en tres grupos, mientras uno permanecía con su jefe frente a la puerta, uno bordeó el castillo al este y el otro al oeste. Cuando ambos grupos regresaron a la puerta solo pudieron confirmar que los otros tres lienzos de la fortaleza eran tan lisos y sobrios como este, y que no había más puerta que la que estaban contemplando.

El jefe ordenó a uno de sus caballeros que escribiera una nota y la arrojara por encima de la muralla con una flecha, pero tras varios intentos desistieron, pues la flecha no alcanzaba sobrepasar la muralla.

 

Aprovecharon el descampado que había a uno de los lados del castillo y allí se asentaron, puesto que la noche ya había tomado el valle.

 
 
 
 

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