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Historiografía burguesa vs. Memoria revolucionaria
 
 
 
 
 
 
 
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26 de Diciembre de 2008
“El objetivo de la propaganda es causar el desaliento de los espíritus, persuadir a todo el mundo de su impotencia en restablecer la verdad a su alrededor y de la inutilidad de cualquier intento de oponerse a la difusión de la mentira. El objetivo de la propaganda es conseguir que los individuos renuncien a contradecirla, que ni siquiera piensen en hacerlo.    ”Éditions Ivrea y Éditions de L’Encyclopédie des Nuisances"

Andrés devesa.-La historiografía oficial –ya sea liberal, socialdemócrata o pseudomarxista– ha silenciado la Revolución Española, tratando de ocultar tanto las realizaciones concretas de la misma como la propia existencia del proletariado como sujeto histórico y fuerza motriz capaz de llevar a cabo una transformación radical del mundo.

“El papel de la historiografía universitaria en el tardofranquismo y durante la transición fue rabiosamente mercenario, pues consistió en disimular hasta donde fue posible y por evidentes razones la existencia histórica del proletariado como clase independiente, con un proyecto revolucionario propio parcialmente realizado durante la guerra civil.

La ruptura pactada necesitaba a nivel historiográfico una amnesia pactada”. El objetivo de la historiografía académica posfranquista fue el de fomentar la amnesia colectiva para evitar que se pudiera establecer un nexo teórico y práctico entre los revolucionarios de ayer y los de hoy y para borrar el recuerdo de una revolución que pudo ser y no fue y evitar que jamás pueda llegar a ser.

Estos mismos historiadores que claman contra la tesis neoliberales del fin de la historia no dudan en poner todo su empeño en que sigamos viviendo en la prehistoria que nunca hemos abandonado, evitando así que la historia –que no es otra cosa que la historia de la lucha de clases– pueda iluminar la noche perpetua a que nos condena el capitalismo.

La historiografía académica no puede de ser otra cosa más que la voz dócil y servil de los amos que la alimentan en sus universidades e instituciones. Por ello su interpretación del pasado no es más que una justificación del presente. Su empeño principal es tratar de establecer un nexo histórico entre la actual monarquía parlamentaria y la experiencia republicana de los años treinta del pasado siglo, ejemplos ambos sistemas de las bondades de la democracia burguesa y del mejor de los mundos posibles en el que dicen que nos hallamos. Pero estos idólatras de la democracia pasan por alto algunas cuestiones. En primer lugar, obvian el continuismo del actual régimen respecto al franquismo y, a continuación y como su complemento necesario, borran de la historia el recuerdo del fantasma que recorrió la República durante toda su existencia: el fantasma de la revolución.

Lo que los historiadores del poder nos vienen a decir es que en los años treinta lo que se decidía en España era sólo una lucha entre fascismo y democracia. La lucha de clases es negada, es suprimida de un plumazo de la historia, pero lo que no pueden hacer es ocultar el borrón que ensucia la historia. Para tratar de disimularlo, en su discurso la revolución queda reducida a una anécdota histórica, a la acción de una minoría de radicales, cuando no se la mete en el mismo saco que el golpe fascista, acusando a los hombres y mujeres que dieron su vida por construir un mundo nuevo de haber propiciado el levantamiento fascista y de haber contribuido a terminar con la experiencia democrática republicana. Nos encontramos así con la tópica visión de una república ideal acosada por extremismos bárbaros y violentos que la hicieron zozobrar.

Se iguala a los contrarios: a los que buscaban una revolución social que acabase con la explotación y la miseria a la que era sometida al pueblo español y le permitiese ser dueño de su propio destino, con los que pretendía amarrar las cadenas que ataban a ese pueblo a un régimen semifeudal dominado por los terratenientes y la Iglesia y tutelado por el ejército y la guardia civil. Todo ello con el objetivo de salvar la cara de esa “tercera España”, la del sector “progresista” de la burguesía cuya intención era superar las condiciones feudales en que estaba estancado el país para impulsar el desarrollo de un capitalismo moderno equiparable al europeo y poder seguir explotando, si bien de forma más “racional” y “humana”, a ese mismo pueblo, conjurando así el peligro de estallidos revolucionarios, empeño al que se oponía el sector más reaccionario de esa misma burguesía.

La guerra civil y la victoria fascista aplazaron este proyecto modernizador, que tuvo que esperar hasta la “paz” franquista –encharcada en sangre obrera– de los años cincuenta y sesenta para que los tecnócratas del régimen lo pusieran de nuevo en marcha y a los años de la llamada transición democrática para que los políticos, sindicatos y empresarios de la nueva España democrática apuntalasen definitivamente el edificio de un capitalismo moderno y europeo.

Esta visión “progresista” de la historia oculta conscientemente el hecho de que una gran masa de obreros y campesinos españoles lucharon por una revolución social y que esa revolución fue aplastada por una tenaza que apretaba no sólo desde Salamanca y Berlín, sino también desde Moscú, Madrid y Valencia.

Esta historia emana directamente del pensamiento dominante, que no puede reconocer ninguno de estos dos hechos o, si lo hace, debe al menos disimularlos o diluirlos en un discurso general abstracto, ya que su conocimiento implica el reconocimiento de la existencia de una sujeto histórico consciente de su fuerza y unidad –el proletariado– capaz de poner contra las cuerdas al Estado y al régimen económico capitalista, así como de la realidad histórica de una lucha entre estas dos fuerzas Capitalismo-Proletariado –lucha que debe ser negada para prevenir su reaparición–, en la que el Estado y el capitalismo utilizaron todos los mecanismos de represión posibles para extirpar el germen de la Revolución, mecanismos que no dudan en utilizar allí donde sea necesario para mantener su dominio.

Este conocimiento histórico obliga al Estado a mostrar sus cartas y si hay algo que no le gusta a un buen tahúr es tener que hacerlo antes de tiempo. Sólo cuando la represión se hace necesaria porque el partido de la subversión se hace presente ha de ser ésta evidente.

 
 
 
 

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