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Cuento chino
 
 
 
 
 
 
 
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23 de Diciembre de 2012
Cuento chino de Navidad
Raimundo Del Valle.-No me tengo en pie. Las entrañas se me revuelven, los sólidos que todavía conserva mi estómago están siendo atacados por todo el alcohol que he bebido, además de por los ácidos propios, más ácidos que nunca ante tanta agresión externa. Mis amigos se fueron, “estoy bien, estoy bien, no os preocupéis”; y quizás se fueron estando como yo, como cubas humanas, porque tampoco se encontraban bien, incluso lo suficientemente mal como para no decirlo.
Dura poco la euforia, y los luminosos que incitan sobre las calles a comprar, y cantar, y a beber… Esos solo provocan la subida, pero no frenan la caída.
Estoy a tres manzanas de mi casa, doscientos metros escasos, pero nada menos que doscientos metros. Me senté en el escalón de acceso a una farmacia, hace poco. Cerrada está, claro.
Faltan tres días para Nochebuena, y por tanto cuatro para Navidad; y es sábado, casi domingo, y hace el frío propio de la morgue, en una noche de sábado a domingo para cualquier borracho. Ahora no pasa nadie por aquí, en esta acera no hay bares, que son los únicos sitios abiertos un sábado por la noche.

Escucho un cierre metálico que estaba a media altura, semiabierto o semicerrado. Veo que diez metros más abajo, un hombre saca un cubo naranja de la basura, llega hasta el bordillo de la calle y lo deja allí. Cruzamos las miradas: es un chino. Ha salido de una tienda “Todo a Cien”. Vuelve hacia su establecimiento, noto que quiere aparentar que pasa de mí, baja la cabeza para que el suelo le reduzca el campo de visión. Al llegar al cierre se agacha para pasar al interior, y ya con el cuerpo dentro me mira. No con descaro, o al menos su inexpresividad lo oculta; sí con parsimonia, y con espíritu de observación. Bajo una luz tan pobre no podrá ver la lividez de mi rostro. Naturalmente, yo tampoco me la puedo ver, pero sé que mi color natural se diluyó en el frío como el alcohol en mi sangre. Pero él la adivina. Ve todo el conjunto, y le sobran los detalles.
 
Dan a término sus dudas. Ha necesitado un tiempo indefinido, en esa lucha interna entre el samaritano y el inhibido que cada cual lleva dentro. Se aproxima, y cuando ya está a la altura de analizar mi asqueroso aliento, me pregunta: “¿Bien?”. Podría haber expresado su interés con un “¿OK?”, es la estupidez que sugiere mi mente, en este momento. Creo que debo levantarme, lo haré con una mano sobre el peldaño y la otra en la fachada, para orientarme sobre la necesaria verticalidad. ¿A quién voy a engañar? El chino me ha sujetado brazo y antebrazo con sus manos, y me quedaré sin saber qué habría pasado de no haber sido así.
 
Vamos a su tienda; empuja el cierre hacia arriba, y puedo entrar sin agacharme. Una mujer que hace juego con él como dos porcelanas del país de la seda, me mira extrañada, y se ocupa de echar el cierre hasta abajo. El hombre me lleva al fondo del local, pasamos una puerta, y el estrecho pasillo entre las estanterías de la tienda me parece una avenida, en comparación con éste, del almacén. Junto a la pared de la derecha hay algo más de espacio en torno a una mesa grande. Otro chino, casi anciano, está allí, callado, mirándome, con las manos sobre los hombros de una niña, igual de hierática que él, perfectos controladores de esa emoción que llamamos sorpresa. Todavía puedo hacer un intento de rebobinar la película, de que levanten el cierre de la calle y el aire helado me ofrezca la terapia que la estufa de butano encendida a unos pasos de mí va a negarme con seguridad. El chino que me recogió me invita a tumbarme, y yo le tiendo mi móvil: “¿Puede llamar ambulancia?: Uno-Uno-Dos”, silabeo, como si hablar a extranjeros supusiera renunciar al conocimiento de la lengua propia. “O un taxi, joder”, acabo por soltar a bocajarro, harto de cuanto me rodea, incluyéndome yo.
 
El chino no quiere demostrar si sabe o no castellano. Tampoco si sabe o no sabe llamar por teléfono. No va a hacerlo, está claro, no quiere a nadie más allí. El sudor frío me va abandonando, y me tiendo derecho sobre la dura superficie de la mesa, quizás para olvidarme de todo, si lo consigo, durante al menos un minuto.
 
He dormido. Cuando no sabes distinguir entre un minuto y media hora, es que te has dormido. No ha sido un mareo, ahora todo es más nítido: ¡Qué barbaridad, cuántos cacharros, cuántos colores! No pueden meterse más cosas en menos espacio. ¿Quién compra estas figuras?
Belenes, cajas, colgantes, un mundo de animales de plástico y loza, juguetes, piezas de cocina, gafas... No sé qué hora puede ser; esta gente sigue aquí, no me habrán dejado solo. 
 
Giro la muñeca para ver el reloj, y no sé que me sorprende más, cuando pasan unos minutos de la doce de la noche: haber incorporado bruscamente la cabeza sin que me diera vueltas, o ver agujas clavadas en la mano.
 
Aparece de inmediato un nuevo factor sorpresa; el anciano, detrás de mí, fuera de mi campo de visión, me sujeta por el antebrazo con una fuerza descomunal, al tiempo que se aproxima por un lado de la mesa, con ademán de que tenga cuidado, señalándome las agujas. “¡Ostias, me hacen vudú!” No las siento, es como si hubiese ido a un curandero de medicina oriental.
 
Este viejo sabe de eso. Deben aprenderlo de pequeños, como los rumanos el acordeón o los rusos el ajedrez. Nosotros aprendemos a tirar petardos, a espiar a la vecina cuando se viste, a gastar bromas por teléfono. Como aprendemos a emborracharnos.
Le hago señas de que quiero levantarme. Y él me indica con la mano que con condiciones: que “piano, piano”, como diría un italiano. Tranquilo, entonces. Llama el viejo, y acude el otro chino. Será un hijo, yerno, esclavo, sabe Dios; pero éste entiende el castellano, al menos.
-Quiero irme - le digo. -Vale – contesta, y me tiende un móvil. Es el mío -. Tú llama taxi. Que venga a la calle Progreso, dile número veinte.
A una ligera señal suya, el viejo me quita cuidadosamente las agujas. Con uno a cada lado, los veo dispuestos a ayudarme para que me incorpore. Pero me levanto fácilmente, y sin náuseas.
Intento ver si he vomitado; pero no, no hay huellas. O sí; un cubo y una fregona. Tal vez sí.
 
Me siento seguro de mí, casi diría que muy seguro. Recuerdo que estoy a tres manzanas de mi casa, y apuesto a que puedo llegar sin problemas. Se me ha pasado también la tiritona. Se lo digo al chino, al único que parece entenderme. Sale por el fondo. Vuelve con la china de su edad, la niña y un muchacho que, que con esa cara de torta y la mirada aniñada, podrá tener desde quince hasta veinticinco años de edad. Se me ocurre que la niña debería estar ya acostada, por lo que no deben vivir allí, y están pendientes de mí para poder marcharse.
 
-Mi hijo va a tu casa, contigo, tú no estás bien todavía. Vale, vale. Seguro que sabe kárate o cualquier cosa de esas, y si me asaltan unos quinquis los destrozaría a todos, por muchos que sean. Echamos a andar, él apenas desvía su atención de mí, aunque se esfuerza muy torpemente en disimularlo. Siento ganas de dejarme caer, fingir que me fallan las piernas para comprobar sus reflejos. Saltaría a sujetarme en menos de una décima de segundo. Pero no me parece serio, estoy mucho más cerca de la normalidad que de
la embriaguez. ¿He dicho serio?; en realidad, lo que no me parece es justo, después de la forma en que se han portado conmigo. No es que me sienta serio, sino reanimado, lo he pasado muy mal y la recuperación me sorprende. Mañana estaré hecho polvo, quizá haga propósito de… Estas son las fechas más apropiadas, dicen, para los propósitos: Año nuevo, o vida o borrachera nueva.
 
Uno elige, en teoría, porque las cosas pasan sin que uno… o más bien los demás... Mis amigos me dejaron en la acera, “ya se le pasará”; cabrones, son mis amigos, vaya amigos los de este país, podrían ser chinos. O moros, que esos no beben. ¿Y si dejo esto de pensar para mañana?
Desde la reja metálica del portal se ve el interior, que es más un corredor que un zaguán. Hay colgadas unas piñas pintadas con purpurina, bajo un lazo rojo con ribetes dorados. Había mil chorradas así, en la tienda de estos orientales. Hasta puede que las comprase allí el presidente de la comunidad. Abro la cancela, miro al muchacho, y no puedo asegurar si sonríe o no. Saco la cartera del bolsillo de mi pantalón, llevo dos billetes de veinte euros y uno de diez. No sé por qué, pero los saco y se los ofrezco, se me ocurre pensar que pudieron robarme la cartera y no lo hicieron.
 
Baja la vista, meneando la cabeza con un no dubitativo; repito el ademán de que los coja, y él alarga la mano, quizás con cierto rubor. Coge el billete de 10 euros, hace otra reclinación y se da la vuelta. Le veo alejarse. Pruebo un par de veces a imitar esa reclinación, que es de vértebras lumbares y no de cervicales, o así me lo parece.
Quizá vuelva un día a esa tienda, y compre algo. Un paquete de pilas, por ejemplo, que duran algo menos pero son muy baratas. Cada navidad tiene algo nuevo, y ésta… Dice ahora el Papa que los reyes magos no llegaron de oriente, sino de España. ¡A saber, si dando la vuelta del mismo modo que Colón, quisieron llegar a las Indias y se pasaron! Lo cierto es que los reyes del belén que montamos en casa, vienen de la China. Y los pastores, y las ovejas, y las lucecitas que se encienden y se apagan. Lo del cava y los polvorones aún no lo trabajan, pero démosle tiempo al tiempo.
 
 
 
 

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