-Pérez , el pienso de los cochinos y la hierba de los conejos, que no se te olvide.
Pero Pérez no respondía. Encendía el cigarrillo con el mechero plateado y miraba a Juanelón. Preguntó:
-¿Te han dicho algo esos señores?
-Nada, inspectores o no sé qué. Quieren hablar contigo.
Corrían dos burros sueltos, uno detrás de otro, por el arcén terrizo, aparejados con jáquimas y albardas, los ronzales a rastras. El de atrás, los dientes al aire, hacía rebuznos agrios, estridentes, apremiantes, como serrucho que trascalara la madera. Le respondía otro rebuzno opaco, lejanísimo, y todavía un tercero desde el bardo de enfrente, donde las cochineras, de modo que la mañana se enredaba en el turbulento concierto de asnos encelados. Luego aparecía por el portillo aquel mozuelo jadeante, la camisa por fuera del pantalón y vara membrillera en mano. Preguntaba a voces desde allí:
-¿Han visto ustedes dos borricos?
Juanelón respondía sin hablar y señalaba con el pulgar la dirección de los burros. Algo mascullaba el zagalón y salía en carrera justo cuando el jilguerillo empezaba a trinar ahí mismo, seguramente en el limonero. Pérez decía:
-Vámonos.
Iban por lo alto de los bardos por cortar camino. Había hileras de cagajones secos a lo largo de las trochas y las boñigas formaban como plastones vegetalizados, viscosos, espesas galaxias abombadas hacia el centro de aquel universo de moscones.
Grama, cardos, jaramagos, esparragueras, gramones, atabacas y cien yerbazas más ascendían desordenadamente por los taludes hasta el borde de los atajos. Olía a sabina, a menta. Ya avistaban la nave de la Cooperativa y les ladraba furiosamente aquel perro alobatado, atado con cadena, desde cerca de aquella casa pintada de amarillo.
El edificio de la Cooperativa era una nave escueta, enjalbegada, el techo de uralita a dos aguas y entraron por la puerta de la derecha donde podía leerse: “OFICINAS”. Era una habitación casi cuadrada, el mostrador acristalado en ángulo y, dentro, junto a la ventana, una muchacha que tecleaba en un ordenador portátil. Se levantaba al verlos entrar y señalaba hacia la puerta del rótulo: “PRESIDENCIA”. Allí estaban los dos, trajes impecables, corbatas áureas, zapatos brillantes, modales corteses, saludos distantes. Eran del Ministerio y querían conocer “in situ” los problemas cooperativos. Hablaba el de las gafas negras, tono impersonal, correcto, administrativo, sobre la adopción de medidas viables para enfocar la crisis coyuntural del sector. Pérez y Juanelón intercambiaban miradas de desamparo mientras escuchaban:
-La situación, en definitiva, vista la atonía sectorial y la pesadez del mercado, podría alcanzar tensiones graves por cuanto la ampliación de la oferta y la disfuncionalidad de los precios plantearía a la larga problemas casi insolubles porque, a partir de la pasada campaña…
El año pasado había ocurrido lo que tantos otros, los tomates se pudrieron en las matas y las patatas quedaron bajo la tierra porque ni siquiera merecían el gasto de recogerlos y llevarlos al mercado.
El año pasado había ocurrido que las vacas terminaron con las zanahorias porque los precios no alcanzaban la mitad del coste de recolección.
El año pasado había ocurrido que las hortalizas salieron tan tiradas que sirvieron para cortar el tráfico en las carreteras. Pero también el año pasado, como tantas y tantas veces, sucedió que los consumidores no sintieron el menor alivio en sus carteras…….
eduardo dominguez-lobato rubio