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Plaza del Cabildo
 
 
 
 
 
 
 
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06 de Julio de 2008

Jota Siroco.-En las mesas, uno, sin querer, escucha conversaciones de todo tipo.
Los viejos, como es natural, hablan de su hazañas bélicas y, como la mayoría aquí era anarquista, de su desgraciada estancia en la cárcel del castillo, de algún amigo fusilado y de sus ya más que lejanas conquistas amorosas.
Los jóvenes se arrullan como las palomas y no tienen ojos ni palabras más que para ellos, así que el auditor anónimo casi no se entera de nada.

Las marías sí que son una fuente inagotable de información, mientras esperan que se les caliente un poquito el refresco, que tanto frío les descompone los bajos, le ponen a uno al día de los avatares sanitarios y sentimentales de-la-prima-de-la-cuñá-de-la hermana-de novia-a-la-que-llamaban-la…

A los niños, la verdad, es que no se les entiende muy bien lo que hablan, como a los poetas.

 

 

 

Siempre que se acercan las elecciones comienzan a caer por aquí los concejales para ver como va la cosa.

Como normalmente la cosa va mal, conforme pasan las horas se les va poniendo cara de cesantes.

Antes, al mediodía, solía hacer parada y fonda Pedro Gómez con su inseparable Cohiba desde que volvió de La Habana.

Todo el mundo decía que era el que cortaba el bacalao en el Ayuntamiento, pero un día se fue de la Casa y yo a estas alturas no sé si se ha llevado en su marcha el dichoso bacalao de los cojones.

Los de la oposición, salvo Prats, que fue el que hizo la piscina de la plaza sin ponerle ni placa ni ná, por aquí no aparecen y así no hay manera de que levanten cabeza.

Se van a quedar a verlas pasar, como las bodas de los patos en  Doñana.

 

 

 

En los crepúsculos de invierno, las farolas reflejan su luz amarilla sobre la humedad de las piedras lisas y el suelo parece recién regado.

Es tiempo de meditación.

El pueblo está vacío, Sanlúcar es la antípoda de su cartel veraniego, pero la plaza tiene la hermosura de la quieta madurez.

Cruzan sombras ateridas que apenas si saludan a otras sombras más ateridas aún bajo el relente, bajo la soledad.

Uno se convierte en un filósofo peripatético, aunque no tenga ni las ganas, ni el valor suficientes, como para alargarse hasta la playa a través de la niebla inagotable de la Calzada.

Sólo Antonio “Balbino” y su perra Luna se atreven cada mañana a atravesar su bruma y su soledad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 
 

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