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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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20 de Junio de 2015
El sitio IV III  II  I
José Antonio Córdoba.-Ella en completo silencio y casi con gestos de ritual, abrió la puerta, una oquedad  oscura quedaba ante sus ojos, por lo que el caballero volvió al centro de la terraza y de la hoguera extrajo una hacha llameante. Deshizo el camino andado dirigiéndose hacia el hueco oscuro que le presentaba la anfitriona y por el cual le invitaba a pasar.
─¡Acercaros caballero!, en esta sala se haya la razón de ser de este lugar, ─le indicaba la mujer.
Él, casi como quien va a saltar a al vacío se acercó hasta el dintel de la puerta, y mientras accedía al interior le dirigió una mirada a su improvisada guía, pero solo encontró bondad en sus ojos y tranquilidad en su rostro.

Una luz pobremente anaranjada apenas iluminaba de la oscuridad de aquella sala, lo justo para dar unos pasos sin tropezar. Él se limitó a recorrer la pared que tenía a su derecha observando un muro frío y sin decoración alguna,  por lo que decidió encaminase al centro de la sala, ¡nada, allí no había nada!, pensando en una posible celda, buscó la puerta, pero esta seguía abierta y al contraluz de la noche se recortada la figura de la mujer. Dio unos pasos hacia ella y al iluminarle el rostro esta miraba fijamente al frente, a la espalda de él, como si su presencia no fuera obstáculo alguno para su mirada. Así que se dio la vuelta y caminó hacia la pared que la mujer miraba tan fijamente, mientras pensaba lo poco que ésta podía ver debido a la oscuridad, pero aun así, ella seguía mirando algo fijamente. 
 
Parecía que la sala engañaba en dimensiones, pues parecía más larga que ancha, en estas cavilaciones caminaba cuando ante sus ojos y como si de un espectro fantasmal se tratase, una tela blanca se movió por alguna corriente de aire, por lo cual el juego de luces y sombras lo dejó petrificado. Avanzó con cierta prudencia, o quizás temor, y ante su rostro se iluminaba un colosal blasón, uno bajo el cual había combatido en innumerables ocasiones a los sarracenos. Ante él, permanecía colgado de aquella pared un blasón de su antigua Orden, de los Pobres Caballeros de Cristo. ─¡Es Usted hermano, un Caballero del Temple, no lo olvide mientras viva!, ─con aquellas palabras lo recibía el Maestre del Temple en Jerusalén, la noche de Julio en que llegó a la Ciudad Santa para incorporarse al contingente de Caballeros de la Orden en aquella parte del Mundo conocido.
 
─¡Caballero!, no sé cuántos recuerdos estarán ahora mismo pasando por su mente, pero antes de que sigáis y podáis llegar a juicios precipitados sobre lo que estáis contemplando, justo a vuestros pies tenéis una oquedad en el suelo, iluminarla ¡por favor! con vuestra hacha e introducirla por la misma.
 
El Caballero, casi como por instinto reaccionó y así lo hizo. Allí junto a su pie izquierdo estaba la oquedad, bajó la antorcha y la introdujo, pensando en que esta se apagaría, al poco un hilo de luz empezó a recorrer el suelo de la sala, y él como hipnotizado, siguió con la mirada como aquel hilo de luz iba recorriendo el suelo de la sala en un perfecta línea y giraba con tal precisión al llegar a una esquina, cuando se vino a dar cuenta estaba contemplando nuevamente la oquedad, ahora sí, con una llama bien considerable, dio un par de pasos hacia atrás y una tenue cortina de luz se fue alzando desde el suelo. Poco a poco, en aquella sala, en verdad inmensa, empezaba a hacerse la luz.
 
Mientras todo esto tenía al caballero ensimismado, la anfitriona se había acercado hasta él, y como una madre contempla a su hijo cuando este observa algo que no entiende y cree que es magia, pero que ella sabe toda la verdad, así contemplaba ella al Caballero. Lo dejó un rato más que él recorriera con la mirada cuantos objetos ahora se alzaban a su vista…
 
 
 
 

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