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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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25 de Julio de 2015
El sitio VII  VI  V   IV III  II  I
José Antonio Córdoba.-(…) pero fuimos acosados continuamente por dicha caballería y conducidos hasta el territorio persa, así un mes, donde todos los días recibíamos el hostigamiento de estos jinetes. Una mañana, uno de nuestros exploradores, vino para avisarme que algo raro sucedía, los jinetes mamelucos, seguían acampados a media jornada en caballo de nuestra posición. Ahí comprendí que nuestro final se acercaba, se estaban preparando para su última cabalgada sobre nosotros.
Ordené recoger y emprender la marcha, no se lo pondríamos tan fácil. Pero al anochecer de ese mismo día, los mamelucos no solo habían vuelto a seguirnos, si no que incluso habían acortado distancias. Esa fue una noche extraña, sin Luna, ni estrellas, el negro de la muerte nos rodeaba, incluso se podía respirar.

Con las primeras luces del alba, ordené prepararnos para el combate, esta vez, combatiríamos a pie. Dejamos libres a nuestros caballos, que corrieron en dirección opuesta por la que se acercaban los jinetes de Saladino. Últimos minutos sobre aquellas arenas, rezos, cruces de miradas y por fin, el enemigo a las puertas. Mientras no quitábamos ojo a la nube de polvo que presagiaba nuestro final, uno de los hermanos me avisó de que deberíamos combatir espalda con espalada antes de lo pensado, por nuestra retaguardia se acercaba otra nube de polvo, nos habían sobrepasado durante la noche para atacarnos por dos frentes, cambiamos la formación y esperamos casi resignados el desenlace. Pero sin embargo, la caballería que se acercaba por nuestra retaguardia estaba más cerca o venían a galope tendido, pues acortaban terreno con nosotros de una manera abismal.
 
En unos minutos pudimos ver los estandartes de esa caballería, en nada eran sarracenos y menos aún mamelucos. Eso sí, en número eran muy superiores a nuestros perseguidores desde Acre. Solo recuerdo, que cuando la nube de polvo nos envolvió, un estruendo, como si el cielo se viniera abajo, se nos metió por todo el cuerpo. Esperábamos combatir con las espadas y las lanzas en ristre, pero estos jinetes continuaron a galope tendido, poco a poco el polvo se asentaba y pudimos ver como los mamelucos eran combatidos sin ningún tipo de reparo, sin hacer prisioneros.
 
Hacia el medio día, estos jinetes que acababan de entrar en escena, cabalgaban sobre nosotros, y tras ver lo sucedido a los mamelucos, cerramos fila sobre nuestro blasón. Los jinetes conforme se nos acercaban disminuyeron el paso, y ya, sobre nosotros nos rodearon, y descabalgando uno de ellos que con señas nos pidió arrojáramos las armas, tras sopesarlo lo hicimos, pero ninguno quitamos nuestra mano del mástil del blasón, dos jinetes se bajaron, recogieron cuantas armas encontraron y volvieron a sus monturas, ahora con los caballos se nos jaleaba, para que camináramos, no nos hicimos de rogar, enrollamos el blasón y con una de nuestras capas lo envolvimos para el viaje. Fue lo único que nos permitieron portar.
 
Dos jornadas a pie, fueron las que nos llevó alcanzar la llanura donde se encontraba su ejercito. Puedo decirte, que no fue su número, que era muy numeroso, si no el colorido de cuantas telas ondeaban al viento lo que nos llamó a todos la atención, a media tarde alcanzamos el perímetro del campamento, pero varias horas nos llevó alcanzar su centro. Llegamos a una tienda, de elegantes telas, vivos coloridos, y por los hombres que hacían guardia se denotaba que era el señor de aquel ejercito.
 
Nos pusieron en fila frente a la puerta de la tienda y algunos metros más alejados depositaron nuestras armas en el suelo, con una guardia custodiándolas. Mientras miraba nuestras espadas y pensamientos de arrojarnos sobre ellas se me pasaban por la mente, un hombrecillo llamó mi atención, pues en un árabe perfecto, preguntó por el señor o el caballero de mayor rango, nadie se inmutó. Tras insistir, varias veces, se acercó a uno de sus guardias y tras decirle algo en el oído, éste se marchó. Volvió con nosotros y mirándonos a todos nos decía que estábamos entre amigos, pero nuestra desconfianza era impenetrable. Se dio por cansado y volvió para el interior de la tienda.
 
Nuestro cansancio nos obligó a sentarnos sobre la arena, nuestras piernas ya no podían sostener el resto de nuestro cuerpo. Poco nos importaba la reacción de nuestros captores, que para sorpresa nuestra ni se inmutaron.
Casi extasiados estábamos, que no eramos conscientes del tiempo. En mi caso mi mente cabalgaba hacia Acre, para embarcar hacia Francia, por aquellas bellas y frescas aguas del Mediterráneo, unas aguas que en días de calma te ofrecían tantas tonalidades de azules que era imposibles recordarlas todas...
 
 
 
 

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