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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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08 de Agosto de 2015
El Sitio VIII VII  VI  V   IV III  II I
José Antonio Córdoba.-(...)unas aguas que en días de calma te ofrecían tantas tonalidades de azules que era imposibles recordarlas todas.
Disfrutando de la navegación por el Mediterráneo estaba mi mente que no percibí, que delante mía se erguían dos hombres, volví a duras penas a la realidad, y allí, frente a mi, de pie, estaba el hombrecillo que había vuelto a salir de la tienda, acompañado de un hombre que por su apariencia denotaba ser griego o de esa zona del Mediterráneo, esta vez, el recién llegado se dirigió a nosotros en griego y latín, pero nadie se inmutó y los músculos de mi rostro o mis ojos no dieron muestra de sorpresa o intención alguna. El hombrecillo despidió al griego y malhumorado se introdujo nuevamente en la tienda, pero ahora tenía toda mi atención, algo ocurría, tenían interés en contactar con nosotros. 

En el interior de la tienda, se escuchaban varias voces, una pude distinguir era la del hombrecillo, por su tonalidad suplicaba, las otras casi de recriminación, pero de entre todas una se pronunció y se hizo el silencio, el tono de esta pese a ser pausado era claramente imperativo, tras un breve silencio volvió a aparecer en la puerta de la tienda el hombrecillo, nos miró, y se acercó hasta el que probablemente era jefe de los jinetes, y mantuvo una corta conversación con él. Volvió éste con andares de resignación a la que estaba siendo, ya, su posición habitual junto a la puerta de la tienda, frente a nosotros. Sin esperarlo, detrás nuestra tocaron un cuerno, por tres veces sonó con unos tonos largos y calló.
Como pude, sacando un poco más de las fuerzas que no tenía, me incorporé un poco, quería ver como estábamos y sobre todo, saber del resto de los hermanos, todo seguía tal cual habíamos llegado. Pese a que me sintieron moverme ninguno se volvió hacia mí, es más no se miraban entre ellos.
 
De pronto, escuchamos caballos que cabalgaban hacia donde estábamos. Unos diez jinetes, se acercaron a nuestra posición, descabalgaron y se acercaron hasta el hombrecillo, con el que entablaron una conversación. Estos jinetes, vestían sobrio, unas ropas oscuras, eran de un verde casi negro. Acabada la conversación, el que había dialogado con el hombrecillo, se acercó a nosotros y en árabe, preguntó por el caballero al mando, su árabe, su tono, su acento, me era muy familiar, al repetir la pregunta, lo recordé, era uno de los dialectos que se utilizaban al Oeste de Tierra Santa, cerca de la frontera persa, en los alrededores del mar Caspio. Esto me preocupó, malos presagios se me vinieron a la mente. Mis hombres debieron de llegar a la misma conclusión y ninguno se inmutó, ni siquiera,para apartar las moscas que nos comían vivos.
 
Quien nos interrogaba ahora se paseaba por delante de cada uno de nosotros. Volvió sus pasos, se paro, se giró hacia los hombres que los acompañaban y les dijo: “¡Allahu Akbaru!”, las mismas que estos repitieron por tres veces en un gran grito. A continuación todos, se abrieron la capa oscura y la desvistieron, dejando a la vista un habito tan blanco como el nuestro, no portaban cruz roja en el pecho, pero si que del mismo rojo sangre tenían en torno a la cintura un gran fajín, donde tenían engarzados sendos puñales a ambos costados.
 
Viendo que seguíamos cual figuras de arenisca, comenzó a caminar nuevamente por delante de cada uno de nosotros, al llegar al último de nosotros, miró a uno de sus hombres que se dirigió hasta él, y ambos se encaminaron hasta el lugar donde un centinela custodiaba nuestras espadas, ambos hombres se agacharon y empezaron a revisar acero por acero. Yo nos los veía pero oía el acero chocar uno contra otro. Momentos después dio ordenes al resto de que nos pusieran en pie. Cuando me incorporé con ayuda de dos árabes, pude girarme y ver como clavaban una a una todas las espadas en la arena, una vez hubieron terminado ambos hombres se dirigieron nuevamente hasta nosotros, pero esta vez, el segundo portaba en sus manos una de ellas, me extrañó ver que lo hacía con cierta ceremonia.
 
─Caballeros templarios ─dijo nuevamente el jefe de estos─, mi nombre es Munir Nâseb, jefe de losHashsha-shin, servimos al general chino Shaoran Dalai, estáis en su campamento, frente a su tienda.
─¡Caballeros, hermanos, me consta de que nos habéis reconocidos desde el momento que nos quitamos las capas, por lo tanto sabéis que somos leales a vuestra Orden, como ustedes a la nuestra. Sabed que aquí, ahora, sois libres, sois cristianos, sois templarios. Por ello os ruego que recojáis vuestras espadas, hermanos!...
José Antonio Córdoba Fernández
 
 
 
 
 
 

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