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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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21 de Septiembre de 2016
Arden los cartones
José Antonio Córdoba.-Las calles, de madrugadas calurosas habían dejado paso a calles más frías, de una humedad que calaba los huesos.
Todas las noches él regresaba a su rincón, tomaba algunos cartones del contenedor y buscaba siempre aún a la intemperie estar protegido, pues el resguardo solo dependía de sus prendas y de las capas de cartón que pudiera apilar sobre él.
La circulación de autos era escasa pero no inexistente. Los faros de esos autos trasnochadores iluminaban de vez en cuando todo su acartonado hogar. Pero uno era fiel a su cita, el camión de la basura, que con todo su nauseabundo olor se aproximaba calle arriba, hacia el hogar de aquel sin nombre, sin pasado, sin presente, sin futuro. Un rincón apenas unos metros de los contenedores.
Recostado sobre los cartones y con los ojos cerrados, aquel vagabundo esperaba para dormir mientras oía como se alejaba aquel ruidoso camión. Cuando ya el ruido era un mero susurro en la lejanía, se relajó y como cada noche, se hacia  una pregunta, siempre la misma y  a la que nunca encontraba sentido. Trataba de encontrar alguna respuesta, buscaba en su interior lo que en el exterior era demasiado efímero para su pregunta. Pero esa noche se encontraba distinto, toda la tarde la había pasado con un malestar extraño en el cuerpo. Al oscurecer a su mente comenzaron a llegarle imágenes incomprensibles, hubo un momento que incluso se pensó borracho, si no fuera porque que no bebía. A esas horas de la madrugada las imágenes llevaban algunas horas que se le habían hecho ya repetitivas. En su interior una voz lo llamaba, pero lo llamaba a dormir. Abrió los ojos, pero allí solo estaban él, sus cartones y, un aire frío y húmedo. Volvió a cerrar los ojos quedándose, ¡por fin!, dormido.
           
El sol ya estaba en alto, y aquellos cartones seguían montados en medio de aquel descampado junto a la calle, un solar sin vallar. A otro lado de la calle, en el bar de enfrente ya los clientes casi estaban con el tapeo y las cervezas, pero la dueña, entre comanda y comanda, miraba por el cristal hacia el lugar de los cartones, desde que supiese quien dormitaba allí, hacía más de tres años, nunca había visto los cartones a tan tardía hora montados, aquel indigente, aquel vagabundo, que contaba fue Caballero de la Legión recogía los cartones al alba, pero hoy, no. Ella se temía lo peor. Pidió a uno de sus camareros que tomara su lugar y cruzó la calle, se acercó con cierta precaución, quizás sería mejor de decir, miedo. Se temía encontrarlo muerto entre los cartones. Llegar hasta allí se le hizo eterno, más por las cosas que se le pasaban por la cabeza, que por la distancia. Por fin, llegó miraba a todos los lados menos al interior de los cartones, lo buscaba por los alrededores, pero sin éxito. Por fin se atrevió y miró. Para su tranquilidad, allí no había más que una manta roída y estirada sobre el cartón que hacía de suelo. Se quedó un rato meditando, pues en un rincón vio el bolso y la mochila que siempre llevaba a cuestas, de las que no se desprendía para nada. Así que la preocupación volvió de nuevo a su estomago.
           
Algo le había pasado y no sabía cómo se llamaba, él nunca lo dijo, se excusaba en que lo había  olvidado. Ella  un día que le daba de  comer, se sentó con él y lo  acompañó a la mesa, ambos disfrutaron de un almuerzo distendido, ese día entre risas, pues el sentido de humor de él era algo incomprensible para su situación, decidió ponerle Huck, le dijo que le recordaba a Huckleberry Finn, el amigo de Tom Sawyer. Él se la quedó mirando muy serio, al punto de hacerla creer que le había ofendido, de pronto rompió en una risotada que alborotó la tranquilidad del bar.
           
Aquel gesto de almorzar con un vagabundo fue un gesto de humanidad que molestó a más de un cliente y clienta, cuanto no menos, a algunos amigos. Así que ella, decidió que desde ese día, él, comería allí y ella lo acompañaría. Y así llevaban dos años. No menos fue el cabreo de su familia, cuando en las primeras Navidades ella apareció con él, le ofreció una ducha caliente, algo de ropa, pero sobretodo el comer en familia. Su marido, sus hijos y el resto de la familia viendo como se comportaba enseguida lo aceptaron y lo trataron cual uno más. Así que se hizo un habitual forzoso de los festejos de la familia, y si dudaba o no aparecía, Laura tomaba el coche y hasta que no daba con él, no paraba. Tampoco era difícil encontrarlo, le gustaba de escribir al lado del río y cuando no, ocupaba una mesa discreta en el bar y allí pasaba las horas. Pese al tiempo seguía siendo comidilla de los “hipócritas” clientes que con una cerveza en la mano juzgaban a aquel hombre por su situación actual, jamás le hablaron o se acercaron a interesarse por él. A veces pasaba horas mirando a estos “clientes” y pensaba que el despegarse de la barra les daba miedo pues se convertirían en lo que eran, gentes vacías, y a los que la madera de la barra parecía darles la seguridad que afianzaban con una cerveza.
           
Ella aprovecha cualquier hueco en su faena para sentarse y hablarle. Poco a poco sus pequeños adquirieron en su vocabulario familiar a Huck. Y cuando se acercaban a ver a su madre y lo veían en el bar se sentaban junto a él  -aunque a veces recordaba lo que no quería y algo le carcomía por dentro-, agradecía el gesto de los pequeños.
           
¿Dónde estaba Huck?, se pregunta Laura completamente angustiada. Tomó el móvil y marcó el número de emergencias de la policía. En unos segundos un agente le contestaba al otro lado del hilo telefónico. Le contó lo que le preocupaba y era extraño pues sus pertenencias estaban en el lugar. El agente le pidió la dirección y ella se la dio, a lo cual el policía le indicó que en quince minutos se acercaría al lugar un coche patrulla.
           
Un amigo de Laura que acaba de llegar al bar, fue a tomar asiento junto a la barra cuando la vio dando pasos cortos en una y otra dirección frente a los contenedores, se la notaba enormemente nerviosa, así que con el café humeante en las manos se acercó hasta ella. Cuando ella lo vio llegar de sopetón le soltó todo lo que ocurría y cuál era su presentimiento, él intentó de calmarla hasta que ella indicando con la mano señaló el lugar donde estaban las pertenencias de Huck. Las lágrimas empezaban a aflorar en el rostro de Laura, él sacó un clínex y se lo extendió, ella le dio las gracias con una sonrisa…
 
 
 
 
 
 

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