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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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15 de Diciembre de 2007

EL RATÓN DEL PALACIO 

Imagen activaDebió ser allá por el año 1639, a cierta edad comienza a gastar bromas la memoria, cuando D. Gaspar, el IX Duque de Medinasidonia, dio por concluidas las obras del Palacio. Colocó, en el que con el tiempo se vendría en llamar “Salón de Embajadores”, adornados asientos de cuero repujado, lujosos muebles de caoba con delicadas incrustaciones de nácar, originales jarrones chinos, ricas alfombras de Persia, irrepetibles tapices de Toledo... pues no en vano era allí donde, entre sonadas fiestas,  suculentos banquetes y desbordantes saraos, se llevaban a cabo los más importantes negocios de la época.

 Más de una noche habíanse reunido  en aquellos suntuosos aposentos: melosos asentadores de especias de Damasco, majestuosos mercaderes de sedas venecianas, hieráticos orientales traficantes de oro y plata, embajadores de los distintos reinos europeos...que buscaban en el lujo de la casa ducal consuelo para sus  haciendas. 

 Aquella tarde, cuando ya parecía imposible alcanzar un buen acuerdo, observó D. Gaspar cómo, bajo el asiento del embajador de la lejana Arabia, un pequeño ratoncillo de los que llaman “coloraos” seguía atentamente la discusión y cómo, con su rabillo tieso, parecía querer indicar que el árabe sentado sobre su escondrijo era la persona más adecuada para cerrar el trato que se debatía.  Aún no están claras las razones, pero lo cierto es que  hizo caso D. Gaspar a su inesperado socio roedor y no anduvo desacertado. Fue tal la bondad de los productos comprados en aquella ocasión que a partir de ese día no hubo príncipe europeo que dudara en adquirir las mercaderías del Duque.   

Nunca erraba el ratoncillo en su elección y siempre acertaba a situarse bajo el comerciante que presentaba la mejor oferta, de tal forma que la prosperidad alcanzó al Ducado y con él a todo el Señorío y a sus gentes.    Pero como suele suceder pudo más la envidia que la lealtad y así, movidos por la codicia, los reyes castellanos hicieron llevar preso a la ciudad de Toledo al bueno de D. Gaspar, para que allí en la soledad de una fría y oscura mazmorra descubriera los secretos que guiaban  su  continuado acierto en los negocios.  Sólo le era permitido salir de su terrible encierro cuando mercaderes de las indias llegaban a la ciudad imperial, con el fin de que, gracias a su probada perspicacia, llenara de oro las arcas castellanas, pero, o bien D. Gaspar había decidido no  seguir el juego a sus captores o bien su prolongado encierro  había apagado sus afamadas luces  para el trueque, lo cierto  fue que cualquier negocio en el que participaba terminaba convirtiéndose en el más estrepitoso de los fracasos. 

Habían pasado ya dos años, cuando, viendo los reyes castellanos la inutilidad de aquel prolongado encierro, devolvieron a D. Gaspar a su palacio sanluqueño, enviando con él toda suerte de espías, con el fin de que vigilaran sus andanzas día y noche e intentaran descubrir los trucos que sin duda habría de utilizar para recuperar su arruinada hacienda.  Los abandonados jardines de su alcázar sanluqueño se habían convertido mientras tanto en un agreste campo de jaramagos y los otrora luminosos y brillantes salones del palacio languidecían cubiertos de polvo y de humedad.  Cual si de un milagro se tratase, nadie puede asegurar que su vecina la Virgen de la O no le echara una mano, pocos meses después, el Ducado de Medinasidonia recuperaba su pasado esplendor.

Don Gaspar veía cómo de nuevo llamaban a las puertas  de su palacio los más ricos comerciantes del mundo y cómo bajo sus asientos el ratoncillo “colorao” volvía a indicar al Duque con la flecha de su rabito, cual de aquellos comerciantes  portaba el mejor cargamento.  Una vieja sirvienta, que venía observando las ratoniles correrías, intentaba en vano acabar con él persiguiéndolo con una escoba. Al darse cuenta, el Duque habló así a la criada: “Debes saber que en algo tan diminuto como este ratón, se asienta el esplendor de esta casa. Aunque pocos llegan a descubrirlo, las grandes empresas siempre se apoyan en pequeños detalles, por eso desde hoy quiero nombrarlo  Asesor Ducal con los beneficios, prebendas y dignidades que tal cargo conlleva, entre las que no se cuentan el ser perseguido con una escoba.”  

Nadie supo nunca, ni siquiera los espías del Rey, que aquel ratoncillo había llegado a los muelles de Bonanza en las bodegas de un viejo carguero que, tras recorrer los puertos de todos los continentes, había terminado recalando en el Señorío de Sanlúcar trayendo las especias más aromáticas, las más ricas  sedas, las maderas más nobles y que su olfato, acostumbrado a estos aromas durante tan largas travesías, sabía distinguir, por el olor que desprendían las ropas de los comerciantes, la calidad de sus mercaderías. 

 
 
 
 

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