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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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06 de Enero de 2008

EL CORAZON DE LAS DESCALZAS   

Sólo contaba trece años cuando una toca blanca cubrió su rostro y sus pensamientos. Se llamaba Ana, aunque en el convento de las Descalzas todos la conocían como Sor Teresita.   Dos primaveras habían pasado desde su entrada en religión cuando, en el silencio de su celda, comenzó a escuchar voces, música y ruidos que provenían de la calle y a los que nunca hasta entonces había prestado atención.   Pero aquella noche, quizá porque acababa de cumplir  los quince años y porque notaba como su sangre saltaba a borbotones en sus venas, pudo más la curiosidad  que la obediencia. Acercó un pequeño taburete al ventanuco de la celda e irguió cuanto pudo su cuerpo hasta alcanzar la tenue línea de luz que llegaba desde el exterior.   

Acostumbrada como estaba a la serenidad del convento observó con cierto temor el bullicio que la rodeaba. Miraba a los niños que parecían buscar su rostro oculto en la oscuridad del interior, miraba con cierta envidia a las jóvenes madres que los atendían sintiendo por primera vez la soledad de su  cuerpo joven, miraba ¿por qué no? a los muchachos que, sentados alrededor de pequeños veladores, hablaban, cantaban y reían sin tener que cubrir sus labios como era  norma entre las Descalzas.  

De pronto sintió que alguien desde la taberna había descubierto su escondrijo. Ella se quedó prendida de unos ojos que la observaban, que se habían quedado suspensos ante su aparición. Por un momento se sintió desnuda. Bajó como pudo del pequeño asiento en el que se había subido y azorada se sentó sobre el catre que le servía para el descanso. Apenas si habían pasado cinco minutos, que a ella se le hicieron siglos, volvió a acercar su cara a la pared sin atreverse a asomarse de nuevo, quizá sólo por sentir la vida que corría a su alrededor y que a ella desde niña le había estado vedada.Pero esa noche... cuando Sor Teresita creía dormir, escuchó en el muro tres leves golpes y el corazón le dio un vuelco, sabía que era él.

Tras dudarlo un instante decidió  responder a la llamada con otros tres golpes más leves todavía, pero hizo el pudor que no se atreviera a asomar su cabeza.   Cinco días después, los golpes se repitieron. Esta vez Ana sí se hizo ver. Los ojos prohibidos la miraban...-Te esperaba desde el otro día.-¿Por qué has venido? Sabes que no puedo hablar contigo.-Será un momento, sólo un momento, después si quieres me iré para siempre.  Quería decirte que nunca había visto unos ojos tan dulces como los tuyos, tan limpios, tan hermosos. Debes saber que ya nunca podré olvidarlos.   Quizá fuera la cotilla de la Madre Portera, no lo sé, pero  alguien tuvo que enterarse de esta conversación, porque  al día siguiente unas rejas de afilados pinchos fueron colocadas en el pequeño ventanuco, con la firme intención de evitar una nueva visita del enamorado.

Pero de madrugada volvió a escucharse la señal. Ana esta vez no lo dudó. Colocó el taburete junto al muro  y fue ella la que dijo: -Te  esperaba.-Ya lo saben ¿verdad?, dijo él señalando los barrotes.-Si. Tenemos muy poco tiempo, si nos descubren  podrían mandarme a otro convento y ahora, dijo recalcando esta palabra, ahora no querría irme de aquí. -Yo tampoco quiero que te vayas.   Tras unos segundos de silencio, ella continuó:-¿Cómo es el mar, dime?-El mar tiene el color de tus ojos.-¿Cómo es la arena, dime?-La arena  es tersa y suave como la piel de mis manos.-¿Cómo es un beso, dime?-Un beso tiene la frescura de la fruta y la dulzura de la miel. -¿Y el vino?-Es ardiente y cálido como tu mirada.-¿Cómo son, dime, las canciones de mi pueblo?.  El comenzó a cantarle al oído la más hermosa copla de amor.    Apenas si Ana acababa de cerrar sus ojos para escucharle, se oyó un gran estrépito en la calle, después gritos, carreras y por fin un  espeso silencio. Se asustó.

   A la mañana siguiente un corazón atravesado en la reja de la celda seguía latiendo al ritmo acompasado de un mirabrás.

 
 
 
 

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