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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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13 de Enero de 2008

LA PALOMA Y LA HIGUERA       

 Nunca se llegó a saber qué aventurero bretón fuera su padre, pero a Antoñito Lapieza se le conocía en el pago  como “El Panocha” por el color rojizo de su pelo. Tampoco que se sepa había marchado voluntario a combatir al infiel, ni siquiera había conseguido en ninguna famosa batalla la gloriosa  manquedad cervantina.    Lo que sí se puede afirmar es que  Antoñito Lapieza, alias “El Panocha”, fue raptado en los pinares de la Algaida por orden del Rey Nuestro Señor y enviado a galeras acusado de andar en amores con la mora Fatima allá por las revueltas del Callejón del Truco y sobretodo por robar pescado en la lota como ofrenda a su bella enamorada.  

Como algo sabía del arte culinario, que buenos guisos preparara las pocas veces que se embarcara como marmitón en los frÍos muelles de Bonanza, fueron su primer destino los fogones de “La Imperial”, una vieja fragata que acompañaba, como si de su sombra se tratara, al buque insignia de la escuadra española camino de Lepanto.    En las noches de luna,  cuando sus ocupaciones se lo permitían, se sentaba a solas en la popa del barco para recordar en silencio sus noches de amor y para pedir a los cielos su pronta vuelta a Sanlúcar. Si en alguna ocasión llegaba a imaginar con nitidez los ojos de Fatima, se llenaban los suyos de lágrimas y sólo una soleá le permitía recuperar el resuello y la dignidad.  

Quisieron los conjuros que, apenas si las escuadras habían entrado en combate, fuera su flamante fragata a buscar caracolas al fondo de los mares y afortunadamente quisieron también que él se enrolara como único e improvisado  grumete en un viejo perol, en cuya negra panza consiguió bogar hasta los arrecifes de Orán.   Una vez desembarazado de tan extraño navío, se vio rodeado de tal algarabía que más que en tierra de salvación pensó  haber desembarcado en las mismas puertas del  infierno.  

En reata, con otro grupo de españoles famélicos, que habían conseguido también salvar el pellejo, fue llevado a una sórdida prisión, donde sólo le hacían compañía: el eterno  recuerdo de su amada, una paloma gris que le ofreció su amistad a cambio de las escasas migas con las que cada día le regalaba y las ratas que habían conseguido escapar a los palos de la chiquillería.   Cinco largos años duraba ya su cautiverio cuando una mañana en la que la luz de la primavera llenaba los cielos de Argelia recibió la visita inesperada de una mujer, bella y azul como el Mediterráneo, en la que descubrió los rasgos de su adorada Fatima, al extender sus manos  para tocarla, lo que parecía real se había convertido en una sombra. El “Panocha” supo que Fatima había muerto y que esa sombra era la última visita de su  espíritu.   

Alzó los ojos hacia la reja de su celda y pidió hasta al mismísimo Alá que le permitiera volver  a su tierra para enfrentarse a solas con su pena y para dejar que sus huesos descansaran con los de su amada.   Y así sucedió. Unos días después, el feroz guardián que frente a su reja ejercía de indómito cancerbero, gritó su nombre y mientras él salía de aquel lóbrego calabozo, un padre mercedario, que horas antes había llegado desde el convento de Sanlúcar, le sustituía en su rincón y en su desconsuelo.   Tres meses duró la travesía y, cuando por fin volvió a atracar en los muelles de Bonanza, vio entre las lágrimas del alba que la fiel paloma de su celda le había acompañado en su regreso.   Dirigió sus pasos hacia el Convento de la Merced por agradecer a la Virgen y a los monjes su liberación y después salió a buscar como mejor pudo el rastro de Fatima. Supo que había sido enterrada bajo una higuera por el pago de Monteolivete.

 Allí una vez hallado el santo suelo, subióse en la rama más alta y tronchó su cuello con la soga más recia que pudo encontrar. Dicen que durante dos dias y dos noches su cadáver, movido por el levante, dobló a muerto sobre el cuerpo callado de la mora.  La fiel paloma veló durante ese tiempo el fúnebre vaivén  de su despedida y, tras la muerte de Antonio, guardó en el secreto de su pico algunas semillas de la horca para plantarlas ya de madrugada en el tejado de la Merced.    Muchos años más tarde creció allí una higuera silvestre en la que vivieron, unidas para siempre, las almas de los dos enamorados.    

 
 
 
 

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