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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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27 de Enero de 2008

La sangre del cautivo

Jota Siroco.-    Antonio “El negro” se vio arrojado sin demasiados miramientos en el calabozo llamado de “la ballesta”, el más lóbrego de la Plaza Alta.   No era un criminal, pues nunca sus manos se habían manchado de sangre, pero muchas veces  el hambre le había obligado a arramplar con más de una gallina ajena por los corrales del Albaicín y con algún cargamento de lechugas que milagrosamente, según confesaba, se le solía pegar a las manos.   Los que sabían de su necesidad y la de los suyos, que eran muchos y desarrapados, no tomaban demasiado a mal estos pequeños hurtos, porque la mayoría en similares circunstancias habría hecho lo mismo y porque era de cristiano no perseguir al menesteroso, que no otro vicio mas que el de la miseria cargaba Antonio sobre sus espaldas.

Pero quiso la mala fortuna que, tras haber aprendido a cazar pájaros y otros pequeños animales con perchas y ligas, más por cambiar de dieta que por otra cosa, que nunca al “negro” se le hubiera ocurrido  negociar con sus presas, una mañana se dirigiera hacia Doñana por ver de conseguir algún alimento, con la mala estrella de que en el coto se estaba celebrando una cacería real, para la que él, como se puede suponer, no tenía invitación.  

Dada la mucha vigilancia que la presencia de tan altos personajes exigía, apenas si había puesto el pie en los cienos de la Plancha, donde miles de “bocas” saludan al visitante extendiendo su brazo descomunal, una pareja de guardias que por allí hacía la ronda le dio el alto, acabando así con su libertad y haciendo más penosa su miseria.   Pasaban los años y parecía que desde el Alcaide hasta el último guindilla se habían olvidado de su existencia.

 Perdió por ello la confianza en los hombres, llevándole la soledad y el abandono a refugiarse en la fe que perdiera por los caminos del hambre y  una vez al año, allá por los comienzos de abril,  cuando el olor a incienso  cruzaba los barrotes de la prisión, volvía a encontrar en su aroma consuelo a sus pesares.   Aquella noche, había pedido permiso al Alcaide para poder asomarse al paso de la procesión y por primera vez en tres años se lo habían concedido.

Pusiéronle unas esposas de acero y lo colocaron junto a los barrotes que daban a la Plaza de Arriba. Abrazado a la reja vio como, entre cirios de jazmín, se acercaba la estremecida imagen  de El Cautivo.    Notó su mirada perdida frente a la muchedumbre silenciosa, advirtió cómo la sangre manaba de sus muñecas trabadas y por un momento pensó que él mismo era ese nazareno maniatado y roto que parecía mirarle desde el paso.   Cuando los costaleros detuvieron la imagen frente a la cárcel, Antonio “el negro”, no pudo evitarlo y una saeta larga y honda, que se escapó de su garganta, cruzó las retorcidas calles del Barrio Alto hasta  fundirse con las lágrimas del sagrado preso.

   No podría jurarlo, pero sintió la mirada del Cristo clavada en sus ojos. Bajó “el negro” la suya como muestra de respeto y cuando sin querer la fijó en los grilletes que aprisionaban su propio esqueleto notó que por sus muñecas, como por las del  Cautivo nazareno, resbalaba la sangre, mientras que una golondrina había trenzado en su frente una roja corona de claveles.

 
 
 
 

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