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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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10 de Febrero de 2008

El caballo de fuego

Imagen activaJota Sirico.-El, aunque nunca nadie le explicara las razones, se llamaba Ezequiel Isaías y vivía en las alejadas soledades de La Algaida; ella se llamaba Azul Celeste, quizá por el color de su mirada o porque así cariñosamente la llamaba el abuelo; el caso es que cuando por la mañana abría sus ojos lo primero que veía, recortándose en el resplandor de la ventana, era la roja figura de un caballo.

Los dos, desde niños, habían recorrido a su grupa todos los caminos de la Colonia y casi mejor que ellos conocía “Fuego” los atajos para llegar en las calurosas tardes del verano a los arenales de la playa y los rincones donde refugiarse del viento y de la lluvia cuando la mano helada del invierno acariciaba la tierra.A Azul Celeste le tenía prometido Ezequiel Isaías que, en las carreras de Agosto, “Fuego” atravesaría en primer lugar la línea de meta llevando trenzado en sus crines el pañuelo  que ella le había regalado y después, dibujando tres cruces sobre la boca, había jurado que tras la victoria subiría a la roca más alta para pedirle delante de todo el mundo que fuera su esposa. Al noble bruto parecían crecerle alas en los cascos cuando recorría al galope los kilómetros de playa que separaban la ermita de la Virgen de Guía y la Barra del fantasmal castillo; fueron tantas las veces que juntos recorrieron ese camino que al final del invierno jinete y caballo eran una sola figura y una sola sombra .

Pero no siempre la realidad coincide con el deseo y tan es así que, pocos días antes de la esperada carrera, a Azul Celeste se le llenaron los ojos de fiebre y las manos de un  frío temblor. Ezequiel Isaías se hundió en la más profundas de las tristezas y sólo soñaba con ver a su novia recuperada; era tal la desesperación que incluso  habría abandonado sus  promesas, si no hubiera sido por los sabios relinchos de “Fuego”, quien con tesón y paciencia le hizo ver que sólo la victoria sacaría a Azul Celeste de las gélidas garras de la muerte.

Pero llegó el verano y a pesar de la dulzura de las madrugadas, a pesar del aroma curativo de los jazmines, a pesar del silencio sedante de la noche, Azul Celeste seguía regando la seda de sus pañuelos con lágrimas de fiebre.Como a buen pura sangre, a “Fuego” le aguijoneaba el espacio en los cajones de Bajo Guía y únicamente pensaba en volar sobre los desmenuzados ostiones de la playa. Era leve el peso de Ezequiel Isaías sobre su lomo, era ardiente el roce del pañuelo de Azul Celeste sobre su crin, por eso, cuando vio descender ante sus ojos el banderín de salida no sintió  el escozor de las espuelas, ni el sabor agridulce del castigo.

Trotó como un rayo entre los asustados correlimos, que huían temerosos al escuchar el repiqueteo de sus herraduras de viento,  y ante la mirada estupefacta de las sorprendidas gaviotas. Fue tal la rapidez de sus pasos que ya llegaba “Fuego” a la última curva de la playa cuando aún el resto de los caballos trotaban por la primera.Fue entonces cuando Ezequiel Isaías recordó su segunda promesa y sabiendo que, aunque se subiera en los derruidos torreones del Espíritu Santo, Azul Celeste no llegaría a verlo, azuzó a su caballo y este continuó majestuoso su carrera a través del aire hasta colocarse  en el centro mismo del Sol .

Cuando Azul Celeste vio recortada en la puesta la brillante figura de jinete y corcel, recordó los amaneceres de su infancia, olvidó fiebre y males, puso flores de novia en su cabello y subiendo por una escala de luz cabalgó en la ardiente grupa del caballo de fuego.  

 
 
 
 

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