La Mirada. Jota Siroco.-El ganadero sevillano había conseguido pintar de verde los ojos de sus toros, no en vano Sánchez Mejías era poeta y echaba en falta el brillo de un zafiro en la marisma. Le estaba señalando con la pica y él le observaba con el terror grabado en sus pupilas, cuando por fin escuchó decir al mayoral “¡Este!”, supo que había llegado su hora y que caería como caen los valientes: cantando y sin soltar el hilo de la vida.
En los corrales de El Pino cruzaban los toros sus miradas ofreciéndose en silencio su mutua compasión, sólo “Vengador” parecía entero, miraba con desplante a quienes desde el tejadillo le observaban, aun sabiendo que de poco habría de servir ya su altanería. “Eran las cinco en todo los relojes, eran las cinco en punto de la tarde...”, escuchó temblando el frío recorrido de los cerrojos, los golpes del monosabio en las puertas del toril, las coces de pavor de “Bandolero”, con el que siendo erales tanto había correteado por la dehesa de Pino Montano, con el que tantas veces había pensado saltar la cerca y con el que aprendió el olor acre y generoso de una becerra en celo.“Vengador” odiaba aquella música porque anunciaba el triunfo del arte sobre la fiereza, pero el pasodoble repetía incesante el estribillo y él, por más que intentaba tapar sus oidos con los recuerdos, escuchó el alarido final y lo que es peor escuchó el terrible grito del silencio, el horror de las palmas y el frío siseo del cuerpo roto de su compañero entre el cascabeleo de las mulillas. Cantaron los clarines. Lo habían ensayado muchas veces, que siempre el ganadero les decía que eran los mejores, que tenían que dar muestras de su gallardía y que era su obligación dejar bien alta la enseña que ondeaba en su morrillo, como siempre lo habían hecho sus castas, pero a “Vengador” le temblaban los remos como si de repente hubiera descubierto su futuro.Sobreponiéndose al terror, saltó al albero con la decisión del mártir, vio una sombra granate en su camino y cegado por la luz del coso hizo lo que pudo para sortearla, para no llevarse por delante la figura que, de rodillas, parecía pedirle perdón por lo que iba a suceder; la gente aplaudió hasta ensordecer sus oídos la valiente puerta gayola, iba el astado a saludar, cuando vio al torero haciendo lo propio y comprendió entonces que no eran para él las palmas, ni el triunfo. Fue en la segunda tanda de naturales. Hasta ese momento no había cruzado sus ojos con los del Faraón. El viejo maestro, confundido por el verdor marino de aquellas inmensas pupilas, pensó: “Yo no puedo matar esta belleza”, al tiempo que el dolor de una aguja de marfil parecía querer atravesarle el corazón. Su rostro había adquirido de pronto el color de la cera. Los aficionados del Pino comenzaban a moverse nerviosos en sus asientos, algunos empezaban a gritar irreproducibles insultos a su hombría, pero el Faraón tan sólo escuchaba a sus sentimientos y a su silencio.Miró a Vengador, él pareció sonreírle, y arrojando el estoque sobre la arena, se dirigió en calma hasta la puerta de cuadrillas. Aunque no sonaron los clarines, Vengador, cuando de nuevo comenzaron a sonar los gritos, se arrojó el suelo y jugó con la muerte hasta que la plaza se quedó tan silenciosa como una siesta.
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