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04 de Julio de 2015
Comunistas
"Que no haya nada tuyo y mío tiene una representación en lo público, no en lo privado"
Daniel Lebrato.-Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Es el primer manifiesto comunista de la historia. Don Quijote se refería a una edad dorada primitiva, previa al desarrollo del Estado (territorio, ejército y moneda) y previa a los sistemas económicos (hoy, capitalista con restos de feudalismo y en algunas partes de esclavismo). Don Quijote evoca un paraíso perdido, pero sus palabras sirven como proyección hacia el futuro. Que no haya nada tuyo y mío tiene una representación en lo público, no en lo privado. Quien desconfíe del comunismo porque como individuo va a salir perdiendo libertades y propiedades, puede tranquilizarse.

El comunismo y, antes que él, el socialismo, no tiene ningún interés en qué libro lee o qué ropa se viste usted: el problema del comunismo será dar cultura a quien no la tiene y vestir a quien no tiene qué ponerse. A usted, que esto lee, nadie va a arrebatarle sus pertenencias ni el rosario de su madre. La dialéctica del comunismo no pasa por nada individual. Pasa por la gestión pública frente a la gestión privada. No hay más. Los instrumentos para conseguirlo no serían ninguna dictadura (dictadura o libertad no son categorías económicas): serían concentración, nacionalización y socialización. Quienes elogian la libertad que tienen ahora pueden seguir tan tranquilamente siendo jipis, bohemios, burgueses, aristócratas, presumidos, drogatas o borrachines; y yo, me temo, seguiré siendo yo. En la esfera privada, donde ni siquiera el capitalismo se entromete, ¿para qué iba a entrar un sistema más nuevo y de progreso? Y, como hablamos de sistemas, no de personas, no nos vengan con la vaina de mira éste, comunista, ¡y la vida que se pega! Hacemos lo que podemos.

Daniel Lebrato, Defensa del colectivo. Pinza del 3 del 7 de 2015

Sigue el discurso de la edad de oro completo.

Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:

–Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra. Quijote, XI.

 
 
 
 

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