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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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28 de Noviembre de 2014
Antianiras II I
José A. Córdoba.-Aún recuerdo como conocí hace cinco años a este grupo de jinetes, -faltan tres, que desgraciadamente cayeron en una escaramuza contra los sarracenos defendiendo una columna de peregrinos que intentaban alcanzar la costa- en el pirineo aragonés, bueno más bien en un valle olvidado de la mano de Dios. Machábamos cinco caballeros hacia París, para incorporarnos a un contingente de tropas que embarcaría en Marsella con rumbo a Tierra Santa. Marchábamos con la tranquilidad de sabernos a salvo pues no considerábamos encontrarnos hostilidad en aquel paraje, ya que contábamos con que , en la zona, no hallaríamos sarracenos, y por otro lado, desde hacía dos años, los asaltantes de camino se las pensaban antes de atacarnos. Pero en la parte baja de un valle con cierta planicie, fuimos sorprendidos por una razia sarracena, un contingente entorno a cincuenta jinetes se enfrentaron contra nosotros, la desventaja era clara y aún así no rendimos nuestras espadas.

 Pronto nos encontramos en desventaja al habernos desmontado el enemigo matando a nuestras monturas, pie en tierra y espaldas contra espaldas, reprimíamos la carga ligera de la caballería sarracena. El enemigo se retiró de nuestra posición y formó frente a nosotros, dispuestos a cobrarse nuestras vidas en una última cabalgada, apenas habían iniciado la cabalgada al trote, que todos se pararon, y parecía haberse apropiado el miedo sobre ellos. No conseguíamos entender, lo que sucedía pues aún con lanza y espada en manos, nuestros rezos cubrían cualquier ruido. Encarados nos encontrábamos los cincos hacia los jinetes sarracenos, cuando de pronto les vimos señalar hacia nuestras espaldas, curiosidad que giramos las cabezas, a nuestras espadas desde el camino de acceso al valle unas capas blancas ondeaban al viento, el blasón negro y blanco no dejaba a dudas, eran hermanos, que sin detenerse se batieron sobre el enemigo, y la lucha aún siendo desigual, consiguieron eliminar la amenaza, aunque nosotros tuvimos que combatir a los que les sobre pasaban, que suerte, eran pocos y mal trechos. Quince jinetes, quince caballeros que llegaron como guiados por la mano de Dios, salvaron nuestras vidas.

Puesto en fuga seis o siete enemigos, regresaban nuestros hermanos con los caballos suficientes para nosotros. Montamos y sin mediar más que el saludo, nuestro puño derecho sobre la cruz del pecho al que respondimos, fue toda comunicación. Nos unimos a este grupo y les seguimos saliendo de este valle. Tras pasar la tensión acumulada por el combate, me acerque al hermano que cabalgaba al frente de la columna y me presenté, retirándome el casco cerrado que cubría por completo mi cabeza y rostro. Recuerdo la sorpresa cuando el hermano se retiró su casco, y como la misma casi me derriba de mi montura, así como la risa de mis hermanos y la sorpresa que nos invadió a todos, al ver los rostros del resto de jinetes.

 
 
 
 

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