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In memoriam
 
 
 
 
 
 
 
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21 de Julio de 2015
En memoria de Fray Alejandro de Málaga
Por las rendijas de la memoria miro y como un sutil sueño me traslado a los años de mi adolescencia. Anclado en la planicie, de cara al mar, cual barco varado a la orilla del Guadalquivir, enhiesto se alza el cenobio franciscano. La huerta huele a pino, romero y retama. El verdor de las plantas se entremezcla con la blancura de cal del cementerio capuchino. El cantar de pájaros rompe la plácida tarde veraniega, el estío se abre camino entre una fila de cipreses, que recuerdan un cortejo de capirotes negros. Cae la tarde y la figura de un fraile recortada sobre los centenarios muros conventuales, achica aún más la pequeña estancia de un taller artesanal.
Llaman al refectorio, el capuchino de pelo y barba pelirrojo, apaga la luz de su pequeño taller, sobre la mesa de trabajo infinidad de figuritas quedan huérfanas de su creador, mientras la luna entra tímidamente por la ventana. Ha terminado una jornada de trabajo duro y abnegado, es hora del merecido descanso. Una última oración a la que es Pastora de nuestras almas, sin olvidar a la que nos protege por cielo, mar y aire. La noche es clara como el agua cristalina de las Piletas. Las estrellas colgadas en el cielo refulgen como haciendo guiños a la luna. Juguetean los luceros reflejados en el agua, mientras José, en una humilde barca, pone rumbo a Egipto en un Belén de nueve arcadas. Piropos de un poeta gitano y artista, jerezano de pura cepa, que de seguro recibió a Alejandro en las azules praderas.

El hombre se va como dice el villancico: “La nochebuena se viene, la nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más” La obra queda y perdura, la huella imborrable de su paso por la vida queda plasmada en un museo mariano, rincón de amor y santuario eterno para cada Patrona de España.
 
El hombre se va dejando un vacío en las almas, mas nos quedará por siempre el rótulo de una calle con un nombre pulido por corazones amigos. El fraile capuchino se fue, mas nos quedó la fragancia de sus poemas, la finura de sus versos materializados en un azulejo con la impronta de la Virgen del Buen Viaje. Allí, cual si fuera un altar, la gente sencilla, el pueblo todo, reflexionará por un instante de esta atareada vida y dejará volar su alma cual si fuera alas de palomas.
 
Las campanas de la pequeña espadaña conventual seguirá cada tarde convocando a misa, y la vida seguirá su lento trascurrir teñida por los atardeceres sanluqueños. Amanece un nuevo día, la aurora levanta la persiana y la luz entra inundando el claustro conventual, tras los rezos del coro, fray Alejandro dirige sus pasos a su taller. Pincel en manos y de nuevo a la obra. Cientos de figuritas de un fraile con alforja ocupan casi todo el espacio de su mesa de trabajo. Es fray Leopoldo de Alpandeire, aquel capuchino que cuidara como enfermero en sus primeros añlos de vida religiosa y que el pueblo sencillo y humilde ha elevado a los altares. Mucho antes de que fray Leopoldo fuera beatificado, Alejandro lo proclamó santo en cada imagen pintada que de sus manos nacía. Un adelantado que marcó estilo en la realización de los Nacimientos, dejando en ellos su impronta personal, su manera peculiar de vivir la Navidad.
 
Pasarán los años, el manto del tiempo cubrirá de polvo las figuritas encerradas en vitrinas de cristal. Pasará el tiempo y la barca seguirá navegando rumbo a Egipto a pesar de los vientos contrarios. Llegará una nueva Navidad con el velo misterioso del pesebre; pasará la terrible noche de los Santos Inocentes y la sangre de los niños empaparán las piedras frías del templo de Herodes; regresarán los Reyes Magos cada uno a su país, con la satisfacción y gozo de ver las miradas límpidas de los niños sanluqueños. Y la vida continuará entre hojas que caen del calendario, veremos el tiempo pasar inexorablemente y en cada segundo moriremos un poco más. Pero a pesar de todo, quedará grabada en la memoria de muchos la imagen de un humilde fraile de pelo y barba pelirrojo, de ternura hecha arte en cada pincelada sobre el Belén de nuestros recuerdos.
Y en cada verso, en cada poema que surge como llama ardiente del corazón, quedará marcado a fuego el amor a san Francisco de Asís, por el que entregó su vida entera. La campana tocó triste aquella tarde de julio, los pájaros dejaron de trinar y enmudeció el grillo entre el lentisco. La blancura de cal del cementerio se tornó de oscuras sombras y los cipreses lloraron la ausencia del hermano capuchino. Las enredaderas de la tapia quedaron mustias y sin fuerzas, incapaces de trepar por los anchos muros del convento. Las palomas acurrucadas y silenciosas dejaron de batir las alas por el azul de cielo. Los vencejos volvieron a sus nidos del Pradillo y el agua de la fuente dejó de brotar sobre el blanco mármol de la plaza. En su camarín pastoreño la Divina Zagala recibió el alma inmortal de fray Alejandro, mientras la Virgen del Buen Viaje guió su vuelo a los cielos infinitos. Cierro las rendijas de mi memoria y mi sueño se desvanece. Hasta siempre fray Alejandro.
 
Enrique Romero Vilaseco
 
 
 
 

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