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Lujuria en el parador 2ª parte
 
 
 
 
 
 
 
Lujuria en el parador 2ª parte PDF Imprimir E-mail
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10 de Noviembre de 2015
"Aquella adolescente había cambiado sus pantalones cortos por una minifalda y su top blanco había dejado paso a una camisa blanca, que apenas llevaba abotonada y que dejaba ver sus enormes pechos apretados bajo un sujetador de encajes a modo de Wonderbra"   ( Ver 1ª parte )
Estaba a punto de penetrar a aquella mujer tan exótica y, de repente, un frenazo brusco hizo que el ascensor quedase parado entreplantas. Sentí una especie de zamarreo que consiguió sacarme de mi ensimismamiento, y volví a la realidad del momento. Me dí cuenta entonces que todo aquello sólo había ocurrido en mi mente y que la chica permanecía allí, a mi lado, con la misma cara de susto que se dibujaba en la mía por mor del incidente ocurrido. Por un momento ambos nos miramos y dirigimos nuestras manos hacía el cuadro de botones para apretar el destinado a la alarma. Mi mano rozó la suya y, al sentir la suavidad de su piel, los vellos se me erizaron como si hubiese sentido un profundo escalofrío. Con el susto aún en el cuerpo me dirigí a ella y le pregunté como se llamaba. Con voz temblorosa y subiendo la mirada dijo llamarse Abigail. No te preocupes, le dije para tranquilizarla, no creo que la cosa sea preocupante. Imagino que habrá sido un pequeño fallo de bajada de tensión eléctrica, que rápidamente fue solventada.

Sin embargo, los escasos segundos que pasaron entre la interrupción del normal funcionamiento del ascensor y la reanudación del mismo, me parecieron eternos. Mi condición de hombre no me permitió demostrar una sensación de miedo, más bien me demandaba la demostración del control de los acontecimientos. ¿Qué imagen daría si la histeria me hubiese dominado ante la situación producida? Estaba obligado a trasmitir serenidad ante aquel monumento de mujer; tenía que mostrarme como el héroe que nos enseñaban en las películas, donde siempre el protagonista masculino protegía a la chica indefensa. Menuda gilipollez machista que nos han ido inculcando desde niños y que no terminamos de sacudirnos del todo, en una sociedad evolucionada e igualitaria, donde no tiene porque ser la mujer el sexo débil. Los hombres también lloramos y sentimos miedo, aunque nos hagamos los fuertes ante ellas.
 
Por fin, tras un par de minutos, salimos de aquel temible trance y nos encontrábamos en el pasillo que conducía a las diferentes habitaciones de aquel majestuoso Parador. Abigail me deseó las buenas noches con la delicadeza de una rosa que te acaricia con sus pétalos, como si tu amada te besara la comisura de los labios. Su voz me supo a melodía celestial, tan delicada resultó a mis oídos como una música relajante en el silencio de la madrugada. La figura de Abigail, enhiesta y esbelta, se fue perdiendo tras la puerta de su habitación, mientras yo contemplaba sus piernas y las braguitas que se traslucía a través de la fina tela de su vestido. Ante aquél espectáculo tan sublime, ante aquella salvaje belleza de la naturaleza, sentí de nuevo el deseo más primitivo, el instinto animal que todos llevamos dentro. Me eché en la cama con el deseo imperioso de descansar del agotador día que llevaba, y con el reto de olvidarme de aquellas dos hermosuras que dormían en el mismo Parador donde me encontraba. Pasaron los minutos y no conseguía conciliar el sueño, mi mente sólo espacio para el culito de la Lolita de pantalones tejanos y para las braguitas de Abigail. Encendí la luz y me dispuse a entretenerme con la lectura de una de las novelas eróticas que tenía apiladas en la mesita de noche. No sirvió de nada, mi pensamiento seguía centrado en aquellas dos fantásticas mujeres, tan dispares y distintas entre sí, que me atraían sobremanera y por las que moría de ganas de poseerlas. Salí de la habitación y me dirigí a la planta baja del edificio, donde me había percatado de la existencia de una sala con pista de baile y su correspondiente bar. Y allí estaba ella, apostada en la barra del bar iluminada por una débil luz halógena que hacía que sus cabellos rubios perecieran rayos de luz. Al contemplar su cuerpo tan sensual el corazón volvió a galopar como un caballo desbocado dentro de mi pecho. Deseé con ahínco depositar mi semen en el interior de su vagina cual abeja que revolotea alrededor de una flor deseosa de polinizar. Aunque más una mansa abeja obrera me sentía una avispa rabiosa que anhelaba clavarle el aguijón hasta el fondo, pues llevaba un día de permanentes excitaciones y estímulos sexuales y sentía enorme ganas de descargar tanto semen almacenado en mis hinchados testículos.
 
Aquella adolescente había cambiado sus pantalones cortos por una minifalda y su top blanco había dejado paso a una camisa blanca, que apenas llevaba abotonada y que dejaba ver sus enormes pechos apretados bajo un sujetador de encajes a modo de Wonderbra. Me senté a su lado y la invité a una copa al tiempo que le pregunté su nombre, con una voz tentadora me contestó que se llamaba Kiara, y que su origen era americano. Me contó que su padre fue un militar estadounidense que acabó casándose con una guapa andaluza. Pedí al camarero dos nuevas copas y con ellas salimos a una salita contigua para disfrutar de un ambiente más íntimo. En medio de aquella habitación había una mesa de jugar al billar iluminada con una lámpara que desparrama su cálida luz por todo el tapete verde de la mesa, y en el cual las bolas formaban el clásico triangulo que da inicio a la partida. Cuando menos se lo esperaba salté hacía ella como un león a su presa, sin mediar palabra la besé con frenesí, al tiempo que la rodeé con mis brazos e izándola con fuerza hasta la altura de la mesa de juego. Kiara dejó caer su espalda en la superficie de la mesa de billar y extendiendo sus brazos hacía atrás desbarató la figura triangular que formaba las bolas. Intentó resistirse clavándome las uñas en mi pecho. Todo le fue inútil, no estaba por la labor de dejar escapar aquella oportunidad, tenía que poseer a aquella potrilla salvaje. Debía domarla aunque me endiñara con alguna de aquellas bolas, estaba dispuesto a pagar el peaje de un bolazo en la cabeza con tal de cruzar la frontera de lo prohibido. Sin embargo, lo que Kiara realmente quería era desalojar cualquier obstáculo que le impidiera gozar. Rememoré entonces la escena de la película del Cartero siempre llama dos veces, esa en la que Jessica Lange se revuelca encima de la mesa de la cocina y coge un cuchillo de grandes dimensiones para, eso creíamos todos, clavárselo al bueno Jack Nicholson. Esa secuencia siempre ha sido para mí un momento supremo de pasión y morbo, visionar esas imágenes me la ponía dura. Ahora era yo el protagonista, era el mismísimo Nicholson y Kiara mi deseada Jessica. La lozanía y exuberancia de Kiara estaba a la altura de cualquier estrella famosa de cine, y por comerme aquella fruta prohibida soporté sus garras de tigresa en mi cuello y espalda. Mi pene estaba tan duro como cualquiera de aquellas bolas de billar. Sentía tantas ganas de clavarle mi aguijón, que no había dolor que me parara. La bola negra con su número ocho salió disparada hacía el rincón de la sala y fue entonces cuando, retirándole su tanguita, atiné a introducirle mi verga hasta el fondo de su sima, era como si hubiese colado en la tronera cada una de las bolas de aquel billar. Mi miembro viril permaneció por largo tiempo dentro de su ardiente tronera, entrando y saliendo sin parar, al principio muy despacio y luego con mucho mayor ritmo. Kiara se retorcía de placer, tuve que taparle la boca con mi mano ante sus gritos y gemidos; giraba la cabeza de un lado y otro de la mesa en medio de incontables orgasmos, gozaba como una condenada. Era tan fuerte el placer que clavó sus uñas sobre el verde tapete desgarrando la dura tela. La fierecilla me arañó de nuevo la espalda con sus garras de tigresa en celo, esta vez no de rabia sino de sumo placer. Llegué al clímax de gozo cuando descargué sobre su abdomen todo el semen de mis doloridos testículos. Por fin conseguí poseer a aquella Lolita que me quitaba el sueño.
**Cinco sombras y un Bailey
 
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