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Lujuria en el parador 3ª parte
 
 
 
 
 
 
 
Lujuria en el parador 3ª parte PDF Imprimir E-mail
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29 de Noviembre de 2015
Tercera Sombra 1ª parte 2ª parte
A la mañana siguiente decidí salir a practicar senderismo por aquellos verdes parajes y para ello me propuse seguir el cauce del río, desde su nacimiento hasta llegar al camping que estaba situado unos cinco kilómetros más abajo. Me enfundé mi chándal, me calcé las zapatillas deportivas y con una especie de bordón que me proporcionaron en el Parador, salí a caminar decidido a respirar aire puro. Hacía una magnífica mañana de diciembre, el sol resplandecía en el cielo azul y la brisa otoñal era, a pesar de la fecha que marcaba el calendario, como una caricia suave al contacto con mi cuerpo. Llevaba una media hora andando y recreándome en cada recóndito lugar de aquel bosque de pinos y plantas aromáticas que formaban una masa verde y compacta, dividida por un torrente de agua cristalina donde podía contemplar truchas y más de un salmón saltarín que inmortalicé con la cámara de mi móvil. Absorto por todo aquel magnífico panorama bucólico, y meditabundo aún por la experiencia vivida con Kiara, me encontraba cuando, de pronto, alguien corriendo me rescató de aquel estado en el que me encontraba. 

Pasó tan rápida como una gacela que fuera perseguida por su depredador, lo que no me impidió que me diera perfecta cuenta de que se trataba de una mujer: Abigail. Grité su nombre con desesperación para detener su carrera, como si el grito fuera una llamada de auxilio ante cualquier peligro que me acechara. Abigail detuvo sus zancadas unos metros delante de donde me encontraba, y alzó su brazo derecho para saludarme cariñosamente. Me acerqué a ella en un pis pas. Abigail estaba radiante, aún me pareció más bella que cuando la vi por primera vez en el ascensor del Parador. Vestía una camiseta blanca que dejaba ver su vientre plano y un ombliguito coquetón que imaginaba tan sensual como el de Salomé en su famosa danza del vientre. Su indumentaria era completada por unas mallas de color negro, una especie de pantalones leguis, esa prenda tan ceñida que usan las mujeres para ir a los gimnasios y que resaltan sus piernas y trasero, haciendo verdaderos milagros y figuras tan estilizadas que, al contemplarlas, me ponen a mil por hora.
 
Tan ceñidas llevabas aquellas mallas que se le señalaban perfectamente los labios exteriores de su vagina. Tuve que disimular mis miradas, pues mis ojos sólo se conformaban con contemplar aquel fantástico panorama. Decidimos pasear hasta llegar a la zona recreativa del camping. Durante todo el trayecto estuvimos conversando para conocernos un poco más, ya que apenas tuvimos tiempo de hablar el primer día en que nos vimos. Fue una mañana agradable. Ante de la despedida habíamos acordado cenar en un restaurante de un castillo histórico que estaba adosado prácticamente al propio Parador, y todo ello rodeado de pinos tan verdes como la albahaca. A la hora señalada apareció Abigail, vestía un precioso traje rojo, zapatos del mismo color y una preciosa gargantilla dorada que hacía juego con unos brillantes pendientes. Su rostro era tan bello que eclipsaría a la mismísima Reina de Saba, si ésta estuviera presente en aquella prometedora velada. La ayudé a sentarse a la mesa como el caballero cortés que soy. La belleza de Abigail era aun más sublime a la luz de las velas. Sus ojos desprendían una luz cálida que acariciaba mis ojos como el suave tul enredado sobre los cabellos de una bonita novia camino del altar. Terminada la cena, Abigail y yo nos animamos a bailar juntando nuestros cuerpos, coloqué mi mano en su cintura, como diría el bueno de Adamo y la acerqué a mi todo lo que pude. Al sentir el roce de sus pechos empezaron mis problemas, mi miembro viril despertó de su letargo. Mi pene, en estas situaciones, tiene vida propia y mi cerebro es incapaz de controlarlo. Me sentí incomodo por un momento, porque no quería pasar por ser un “salido”, con Abigail tenía que ser distinto.
 
Ella me trasmitía deseos sexuales distintos a los de Kiara; confieso que también la deseaba, pero el morbo, el instinto más animal y primitivo que me despertaba Kiara, no quería que gobernara mi mente si era Abigail la que estaba en mi presencia. Hice un esfuerzo sobrehumano para que mi verga no empezara a hincharse y tomara un estado de erección, una posición de ataque descarado, de ariete preparado para derribar la puerta de su deseado castillo. Fue imposible, Abigail notó el abultamiento que la amenazaba, sin embargo, no separó su cuerpo del mío, todo lo contrario. Abigail apretó más sus zonas eróticas contra mi desesperado pene y, con una habilidad extraordinaria, me condujo hacia un rincón oscuro de la sala del castillo. En la penumbra apenas podía atisbar su rostro, sólo el brillo de su gargantilla y pendientes consiguió que mis ojos se percataran de los movimientos lentos que Abigail estaba llevando a cabo. Seguí el sendero luminoso de aquel reflejo que bajó hasta la altura de mi bragueta, una mano se abría paso con delicadeza a través de ella. Con parsimonia aquellos dedos consiguieron extraer de mis pantalones mi pene erecto y duro como una piedra. Una corriente eléctrica de miles de voltios recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta los dedos de mis pies, cuando con la punta de su lengua rozó el punto más sensible de mi glande. Abigail comenzó a realizarme una felación con total maestría; primero muy despacio iba introduciendo todo mi pene hasta el fondo de su garganta, hasta sobrepasar su campanilla. Luego el ritmo cambió y fue más rápido, simultáneamente con las manos me acaricia mi escroto y a veces lo apretaba con frenesí. El placer era incontrolable, mi deseo de eyacular crecía por momento; el orgasmo era inminente si aquellos labios y boca seguían chupando mi verga. Con mis manos quise apartarle la cabeza para que cesara su felación, pero ella con rabia me las apartó sujetándome las muñecas. Yo no podía más, mi pene parecía que iba a salir disparado como un cohete lanzado por la Nasa. Abigail no cesaba en su obra, mientras yo me retorcía de placer; el gozo era tan fuerte que hasta llegaba a dolerme por la alta sensibilidad de la piel de mi falo enrojecido. Estaba a punto de explotar como una olla exprés que tuviera su válvula obstruida, pues Abigail estrangulaba mi glande para impedir que eyaculara. Me tenía en sus manos, controlaba la situación con una facilidad pasmosa. Sólo me correría cuando ella quisiera, cuando a ella le pareciera el momento. Era un preso a su entera merced, un esclavo que no sería liberado hasta que mi ama me quitara las cadenas. El punto álgido del placer llegó cuando un chorro de esperma salió disparado hacia el exterior, acompañado de sensaciones tan placenteras que casi consiguen hacerme perder el sentido. Descargué todo el semen que tenía depositado en mis doloridos testículos a la vez que lanzaba un fuerte gemido que atravesó las piedras del castillo, asustando a las parejas que aún seguían en la pista de baile. No era la primera vez que una mujer me hacía una felación, pero he de confesar que la de Abigail fue, sin duda, la mejor. En ella se fundió el deseo desesperado y lo prohibido del momento. Jamás olvidaría aquellos instantes que Abigail me regaló entre la oscuridad de aquel castillo. Una vez relajado me prometí a mi mismo que en la próxima ocasión que nos viésemos, sería yo quien tenía que hacerla gozar como una posesa. Le haría el amor como un loco desesperado y, por supuesto, no le faltaría una ración de cunnilingus como manda los cánones del Kamasutra.
 
**Cinco sombras y un Bailey

 
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