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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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11 de Diciembre de 2015
José Antonio Córdoba.-─¡Mi Señor! ─ respondió el mismo anciano─ miradnos, somos campesinos, nuestras manos no conocen más acero que el de nuestros apeos de labranza, jamás osaríamos tentar a nuestra suerte. Jamás vimos Gigantes andando o cabalgando por estas tierras, ¿para que molestar donde no se nos ha invitado?Belver asintió en silencio, comprendiendo que el anciano decía una verdad bastante razonable, pues para guerrear siempre había tiempo, y él sabía de lo que hablaba.─¿Alguien sabe por donde podríamos buscar la entrada al valle del que hablan vuestras historias?─ preguntó nuevamente el Templario.
─La suerte, los dioses, o el Dios de la Cruz, como quiera usted llamarlo mi Señor, podrían contestar a su pregunta. Unos dicen que al alba en el paso del Norte se puede vislumbrar el acceso al lugar. Otros que tentando a la muerte, provocarlos para que los gigantes salgan a este lado del valle. Pero tenga en cuenta que si se los encontraran, hombres, no tiene suficientes para combatirlos y aquí no los hallarían.

Los ancianos dieron por concluida aquella conversación y Belver, llamó a sus hombres y se encaminaron hacia el paso del Norte.

Durante un mes el Templario y sus hombres otearon las laderas del valle sin resultado alguno, por lo que se dedicaron a visitar las aldeas cercanas al paso y advertir que: “De las piedras de sus murallas haré polvo que dispersaré en las arenas del tiempo”, provocaba a los aldeanos con la idea de que los Gigantes les salieran al paso, pero todo fue en vano. Sus hombres empezaban a dan por concluido aquella campaña y empezaban a plantearse el regresar a sus hogares, pero en el interior del Templario algo le hacia no desistir.

El día último del mes, ordenó cabalgar antes del amanecer, y se dividirían en dos grupos unos bajarían desde el Norte y el resto subirían desde el Sur, y se encontrarían por el camino. Si aquello no daba resultado regresaría a casa. Así al alba, los dos grupos de jinetes se avistaban en la distancia e iban acercándose, cuando de pronto del grupo del Norte un jinete abandonó la formación a galope tendido hacia la ladera este del paso, el resto de jinetes caminaron el paso de sus monturas y llegaban con sus compañeros a galope tendido. Ya todos juntos a excepción del jinete solitario que subía por la ladera, uno de los hombres del grupo del Norte, indicó a su jefe, que habían divisado un fino rayo de luz que atravesaba la ladera desde el pico a la base y que aquél jinete se había quedado perfectamente con la ubicación. Así que todos miraban expectantes al jinete, que poco a poco fue apaciguando el paso de su montura, hasta el punto de descender de su caballo y caminar delante de él. Tras una larga espera el jinete hizo señas al resto para que ascendieran hasta su posición, cosa que hicieron al momento.

De esta manera fue como los jinetes tomaron la ruta de acceso al valle de los gigantes para poner sitio al castillo. Lo que llevó a que en este momento, en la oscuridad de la noche el jefe de los jinetes, Belver, un Caballero Pobre de Cristo, se encontraba frente al preciado Blasón de la Orden del Temple, aquel que ondeara por última vez en la torre de San Juan de Acre, aún hoy, si te acercabas lo suficiente podías percibir el olor a fuego y sangre de aquellos últimos instantes.

Mientras todo esto tenía al caballero ensimismado, la anfitriona se había acercado hasta él, y como una madre contempla a su hijo cuando este observa algo que no entiende y cree que es magia, pero que ella sabe toda la verdad, así contemplaba ella al Caballero. Lo dejó un rato más que él recorriera con la mirada cuantos objetos ahora se alzaban a su vista.

─¡Caballero, caballero! ─le llamo para sacarlo de aquel vacío en el que se hallaba.

─Amanece, mi Señor. Debéis de partir.

Él la miró y volvió la mirado sobre el blasón, y nuevamente fijó los ojos en los de su anfitriona, ella se los sostuvo a la vez que le decía ─Caballero, el blasón no debe de salir de aquí, este es lugar elegido para su descanso eterno, los habitantes de este valle, defenderán por generaciones, con su vida los tesoros aquí custodiados─, él puso un gesto como de ironía sobre las palabras de ella, y al verlo, la mujer dio un paso atrás como queriéndose distanciar del caballero, en ese momento un ejercito de hombres armados, aparecieron en la estancia como escupidos por los muros, sus hábitos eran inconfundibles. Eran sin duda alguna Templarios, pero no eran de este mundo, ellos provenían del mundo de los muertos, pero aún así, aún después de muertos seguían defendiendo aquella enseña. El caballero miró a su alrededor, y en un susurro pronunció el saludo templario, mientras realizaba una leve inclinación en señal de respeto, al levantar la vista, nuevamente estaban los dos solos en la estancia. Ella se giró y se encaminó hacia la salida, deshicieron el camino hasta el final de la calle principal, el mismo lugar donde se había conocido. Él saludó cortésmente a la mujer y antes de irse le pidió su nombre, ella dijo llamarse Candela y era una Princesa de las Sombras. Al acabar la conversación se despidió con un ─adiós─ que a él en aquel momento le pareció como si el cielo se precipitase sobre la tierra, y mientras la veía alejarse con la Luna dibujando su esbelta silueta femenina, él se incorporó la llamó, ella giró levemente la cabeza, cuando él le dijo ─¡Que nunca sea un "adiós", siempre un "hasta luego" mi Señora!. Ella que no se había detenido, se paró, giró sobre sus talones y mirándolo a los ojos, le habló ─¡queda dicho!─, y con una elegante reverencia y una sutil sonrisa en los labios ella continuó su camino, mientras él respondía al saludo.

Se encaminó hacia el pasillo-foso que llevaba a la puerta del castillo, y volvió la vista para complarla por última vez, en el preciso momento en medio de la calle la figura de ella se disolvía en una leve cortina de humo y desaparecía, quedándose la calle vacía...

 
 
 
 

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