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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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17 de Julio de 2016
La Reina Sapito III
Bencomo miraba estupefacto a su abuelo, ¿qué le estaba contando?, esa no era la historia de siempre, ¿Qué le sucedía a su abuelo?, ¿de qué le estaba hablando?
─¡Abuelo! ─quiso llamarle en modo de atención, pero el anciano alzó la mano con la palma abierta hacia el joven, indicándole que guardase silencio, y el joven guanche volvió la vista al vasto océano.
─Los lugareños no entendían ─continuó narrando el abuelo─ que sucedió aquel día, eran gentes que miraban al cielo con más miedo que esperanzas, y aquel día el cielo habló como jamás lo había hecho. Sin embargo, el océano seguía siendo un obstáculo entre tierra firme y aquella “cosa”. Pero el tiempo fue pasando sin grandes cambios, los lugareños cuando las aguas se apaciguaron volvieron a salir a realizar sus labores de pesca evitando acercarse al objeto, sus dimensiones eran tan colosales que aún en la distancia les provocaba un miedo terrible.

 El objeto inmóvil se balanceaba con el vaivén del oleaje, pero sin desplazarse del lugar, por lo que las gentes de la zona lo dieron en llamar la Barca de los Dioses. El tiempo fue pasando y pronto se empezaron a ver seres extraños por los alrededores de las aldeas, su altura les valió el adjetivo de “gigantes”. El paso del tiempo llevó a que se creara una simbiosis entre los gigantes y los humanos que delimitaban con la Barca de los Dioses. Donde realmente los beneficiarios fueron los humanos  que encontraron una fuente de sabiduría inagotable, puesto que los gigantes enseñaron a la especie primitiva sus conocimientos y parte de su historia. Pero un buen día algo sucedió en la Barca de los Dioses y durante muchas lunas los gigantes batallaron entre ellos. Nuestra isla era la más cercana y la que más influencia recibió de aquellos gigantes. Una noche cinco gigantes se refugiaron en nuestra aldea portando un objeto extraño, se asemejaba a un tronco de árbol cortado de diez pies de largo y tres de diámetro. Uno de los gigantes se sentó con los ancianos de la aldea y así les habló:
 
─Durante generaciones de vuestro tiempo ─empezó a decir el gigante─ hemos permanecido viviendo en este planeta, os hemos enseñado parte de nuestros conocimientos y de nuestra historia, hoy en esta isla guardaremos nuestro futuro, la “Vara de Atlas”. Aún carecéis de los medios para compilar vuestra historia, sois relativamente primitivos, y eso fue lo que nos frenó a la hora de relacionarnos con vosotros cuando amerizamos, pero vuestra capacidad de aprendizaje es asombrosa. Nosotros habitamos el Universo desde hace millones de años, hemos recorrido sus confines, pero desgraciadamente no hemos conseguido erradicar las ansias de poder impresa en nuestros genes. Ello nos ha llevado a luchar ya no solo contra otras especies, sino entre nosotros. Nuestro padre Atlas al frente de un grupo de Titantes intentó establecer el orden en el Universo, pero fracasamos y fuimos perseguidos hasta que conseguimos llegar a esta galaxia. Soy hijo de Atlas, que falleció sobre esta tierra. Somos Atlantes, pero estamos en serio peligro, un grupo de nuestros hermanos se niegan  a abandonar este planeta, han visto el poder que sostienen sobre vosotros y pretenden  dominaros, quienes nos hemos negado estamos siendo perseguidos y puestos presos, algunos han sido ejecutados. Así que hemos decido ocultar la Vara en las entrañas de este lugar. Al inicio de esta guerra un contingente de Atlantes desembarcó en las Columnas de Hércules pretendiendo dominar a todo pueblo que se cruzaran, pero recientemente han sido derrotados allí donde nace el sol. Esa victoria lejana nos permite  tomar el control de la nave el tiempo suficiente para abandonar este planeta. Mañana al alba nuestra nave ascenderá a los cielos, pero sin la Vara, ello provocará que quede atrapada en el espacio tiempo orbitando en torno al planeta, y con ella todos nosotros. Entiendo que todo esto os sea incomprensible pero ustedes habéis sido elegidos para ser los custodios de esta Vara, para ello, si aceptáis, debo de enseñaros lo que generación tras generación deberéis de transmitir a vuestros descendientes.
 
 
 

José Antonio Córdoba Fernández

 
 
 
 

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