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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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10 de Octubre de 2016
Arden los cartones III
José Antonio Córdoba.-Tras casi dos horas, sentada en la terraza se levantó, tomó su mechero encendiéndose un cigarrillo, caminó hacia los contenedores de basura. Apenas unos minutos antes aquel nauseabundo y ruidoso camión de la basura había recogido en sus entrañas el contenido de los contenedores y continuaba su ruta. Bordeó los contenedores, no le apetecía pasar por entre ellos, después de apenas unos veintes pasos llegó frente a los cartones. Metió su mano izquierda en el bolsillo del pantalón vaquero elástico, de color negro, ese característico color de la hostelería, y al notar el tacto del mechero lo tomó entre sus dedos, lo extrajo del bolsillo y lo miró.

Levantó la cabeza fijando sus ojos en el interior de los cartones, unos cartones que improvisaban una especie de habitáculo, lo justo para una persona. En su interior, nada, menos aún que la nada. Volvieron las lágrimas a sus delicados ojos –ella que siempre rebosaba alegría y simpatía a raudales- y encendiendo el mechero acercó la llama a varias veces a los bordes de los cartones en puntos distintos. Tomó un puñado de periódicos -se suponían para ser reciclado tras el contenedor de los cartones-, y los arrojó dentro del habitáculo, formaban parte de aquella improvisada pira funeraria.
 
¡Arden los cartones!, mientras las llamas prenden los cartones, éstas iluminan el rostro de la joven. De pronto una sonrisa afloró en sus labios, aquella imagen le recordó a las quemas de difuntos del tipo vikingo, y pensaba, “de buen seguro si Hulck hubiese estado junto a ella se lo hubiera referido”.
Desde el bar los clientes y Carlos no creían lo que veían, la dueña, su jefa de pirómana, eso no era normal en ella. Sin embrago, ninguno se atrevió a acercarse a ella, sabían que era una mujer de armas tomar. 
 
Laura permaneció impasible ante aquella quema, hasta que los cartones no fueron más que cenizas humeantes. Entonces se giró dirección al bar, y al ver a Carlos en la terraza le hizo una señal con la mano para que se acercara. Todos lo miraron y empezaron con la habitual sorna de que el siguiente en arder sería él, cosa que provocó la risotada de los allí apelotonados en la puerta de entrada y el cabreo oportuno de Carlos. Quien susurrando todo tipo de improperios se dirigió al lugar donde estaba Laura. Cuando estuvo cerca, ella le dijo que trajera varios cubos de agua, indicándole que la panda de mirones les echara una mano. Carlos volvió sobre sus pasos y la risa burlona estaba implantada en los seis hombres que se había quedado “atorados” en la puerta de entrada. El camarero se armó de paciencia y frente a ellos les traslado lo que la Jefa había dicho, en ese momento todos, como guiados por una magia extraña, obedecieron sin rechistar, en cinco minutos todos iban has los contenedores, todos portando un cubo de agua. Nadie se atrevió a volcarlos, se lo iban dando a la joven según estaban ordenados. Con el último cubo ella dio por concluido aquella quema, miró por los alrededores, más por la preocupación de alguna ascua mal apagada que por otra cosa. Una vez segura, se dirigió al bar, ya solo quedaba Carlos. Ella entró, miró el reloj de la barra y al camarero.
 
Fue al baño de señoras, se refrescó la cara y volvió a la barra, mientras Carlos ya había cerrado el bar y dejado una luz interior, todo lo demás a oscuras. Ella le preguntó si tenía prisas, él sabía que no podía irse, así que le dijo que no, y ella le pidió sirviera una copa larga para cada uno. Cada uno con su bebida en la mano, brindaron por Hulck. Mientras apuraban el último sorbo el relój marcaba las tres menos cuarto de la madruga. Dejaron los vasos en el fregadero y abandonaron el local, mientras ella miraba a Carlos cerrar la reja, le dijo que se tomara el día libre, cuando él se volvió le dio un abrazo, dos besos y las gracias, por el detalle de quedarse.
           
Carlos se ofreció a llevarla, pero ella declinó el ofrecimiento, le apetecía caminar los escasos doscientos metros que separaban su casa del bar.
 
Se encaminó calle abajo, hacia el río, el móvil le sonó y contestó la llamada, era de su esposo, tras explicarle que todo estaba bien le dijo que llegaría en veinte minutos, le apetecía acercarse al paseo marítimo, él asintió indicándole que tuviese cuidado. El río estaba en penumbra, solo las luces parpadeantes de las bollas del canal, rompían aquella negrura, sobre el paseo marítimo una luz amarillenta intentaba alumbrar las sombras de las calles aledañas sin mucho éxito.
La humedad del ambiente hizo mella en su cansado cuerpo, así que se dirigió hasta su casa.
 
 
 
 
 
 
 

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