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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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23 de Diciembre de 2007

  EL SALÓN ROJO   

Un buen día los Duques de Montpensier, huyendo quizá de las calores sevillanas, decidieron abandonar su Palacio de San Telmo y trasladar su corte a Sanlúcar.   Eran dados los Duques a organizar ricos bailes de máscaras en los que el noble convertíase en villano, el rico en pobre, en mujer el hombre, en fraile la doncella  y en princesa la criada, de tal manera que nadie podía saber quien era aquella persona con la que compartía sus secretos.  

Andaba el Duque achacoso de un tiempo a esta parte, ya que no en vano un mal reuma le tenía mordida su pierna izquierda desde que llegara a los humedales de Sanlúcar y eso que buen cuidado ponían sus lacayos en mantener encendidas las chimeneas del Palacio durante los dañinos relentes del atardecer y hasta bien entrada la primavera.   Pero si el dolor apenas le permitía moverse no bien se iban a dormir en la bocana negra del Guadalquivir los maravillosos crepúsculos, muy distinta era la agilidad de su corazón, que parecía trotar apenas un aroma, la dulzura de una voz o el misterio de una mirada se cruzaban en su camino.  

Más de una vez, en aquellas bulliciosas fiestas de las que hablamos, la clandestinidad de los disfraces había permitido efímeros pero intensos amoríos, que todos conocían, pero que nadie se hubiera atrevido a denunciar, quizá por tratarse de quien se trataba, quizá porque la mayoría de los asistentes  terminaba por caer también bajo las mismas flechas de Cupido. Bien pudiera decirse que la adolescencia volvía a renacer en la frescura de aquellos arcos de mármol rosado, en los secretos rincones de los corredores y entre la seda roja de los salones.  

No podría indicar con exactitud en que año sucedieron los hechos que voy a contar, pero sí puedo asegurar que tendrían lugar a mediados de marzo, porque ya de los jardines que rodeaban el palacio subía el olor a  azahar, a jazmín, a madreselva, a dama de noche,  porque miles de pajarillos multicolores coronaban las eternas araucarias y porque la seria familia de los dragos comenzaba a albergar en sus ardientes fauces insomnes salamanquesas.

Sí podría también certificar que aunque el Duque pasaba ya de los sesenta,  aún seguía esperando con ilusión de adolescente las delicias del amor.   Había brotado la voz de una ágil silueta cubierta con una  hermosísima túnica de seda negra, que en sus rijosos pensamientos él imaginó  hábito de  inocente  clarisa;  le había sonado tan suave como el terciopelo; además el perfume que su cuerpo exhalaba podría considerarse como la quintaesencia de todos sus jardines.

El Duque observó cuidadosamente cada uno de sus movimientos, la finura de sus manos, la endiablada profundidad de sus huidizos ojos, el perverso movimiento de sus caderas, el ritmo cada vez más ardiente de sus bailes... y olvidando el disfraz intentó descubrir cuanto antes  a la mujer que lo portaba.   Acercándose a la altura de la enigmática y atractiva “religiosa” díjole con cierta sorna: -“Madre”, necesitaría de su consuelo espiritual.-No es este el lugar más adecuado, le contestó una voz dulce y misteriosa, pero si así lo deseas podremos vernos más tarde, cuando todos los invitados se hayan ido.-Podría ser arriesgado, los criados.... la duquesa.... ¿No me querrías acompañar ahora al Salón Rojo? Allí … a solas…-Si así lo prefieres, dentro de un cuarto de hora allí estaré. -¿No te arrepentirás?-Nunca falto a ninguna de mis citas. Sin embargo tu sí estás aún a tiempo de arrepentirte, quizá cuando nos veamos de nuevo ya sea demasiado tarde. 

Aficionado como era al mundo de los arcanos, el Duque se quedó pensativo ante estas últimas palabras, pero como siempre pudo mas el deseo que la duda. Esperó con impaciencia el paso del tiempo pactado  y cuando en el reloj sonaban las doce, con todo el sigilo imaginable, se encaminó hacia el Salón Rojo.    Ella, como había prometido,  le esperaba: -Ahora, querida, debes cumplir tu promesa ¿Quién eres?. ¡Déjame descubrir tu rostro!-Espera por favor y antes abrázame fuerte, amor mio, pronto sabrás quien soy, porque hoy vine sólo por ti.-¡Te pido por lo que más quieras que no me prives más de  tu belleza!    Apenas si la desconocida alzó la sedosa toca que cubría su rostro apareció bajo ella la sórdida calavera de la muerte. Al punto, como si de una señal convenida se tratase,  cesó la música, se apagaron las lámparas, cayeron al suelo las máscaras y una procesión de esqueletos llevó al Duque, Cuesta Belén abajo,  hasta la misma cripta de La Merced.

 
 
 
 

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