Clamaba a los cielos con la esperanza de que un buen año de lluvias pudiera serenar aquel mosto que más pareciera sangre del diablo. Su hija a la que llamaba cariñosamente “manzanilla” por el rosado y brillante color de su piel, miraba inocente, desde la breve altura de sus siete años, la preocupación de su padre.
Su mujer, aunque intentaba consolarle con su eterno “Dios proveerá”, también se veía venir la ruina de la casa si el mosto de la nueva cosecha volvía a presentar la misma dureza que el de las anteriores y en el silencio de la noche pedía a Dios un milagro. Habían intentado retrasar la recolección con el fin de esperar las lluvias del otoño, pero la necesidad acuciaba y en septiembre, como todos los años, comenzó la vendimia. Días después, cuando Benigno en compañía de su hija pisaba la uva, notó de pronto la niña que algo se le clavaba en la planta del pie. Al principio pensó que era la seca raiz de una vieja cepa, pero, cuando bajó su mano, en el fondo del lagar encontró un anillo. No era Benigno demasiado entendido en joyas, pero aquella pieza brillaba ante sus ojos como el oro. Así que la guardó en sus bolsillos para examinarla con detenimiento una vez acabada la jornada.
El anillo efectivamente era de oro macizo y engarzada en su parte más alta resplandecía una gran esmeralda. “Esta es sin duda la señal que estábamos esperando”, pensó. Pero aún mayor fue su sorpresa al comprobar que la piedra preciosa cedía a la presión de sus dedos y que debajo de ella aparecía un pequeño hueco donde se ocultaba doblada una nota. La abrió temblando y en ella de forma rudimentaria aparecía dibujada la desembocadura de un rio y una leyenda: “Luciferi”. Jamás había salido Benigno de aquellas tierras, pero le daba el corazón que en ese lugar, aún desconocido, se encontraba su felicidad y la de los suyos.
Durante meses buscó en los mapas que fue encontrando por acá y por allá sin hallar respuesta alguna al enigma. Pensó en el Rio de la Plata donde tantos paisanos suyos habían hallado la paz y la fortuna, pero tan aventurado le pareció el viaje y tan lejanas las tierras que ni siquiera tuvo el valor para comentárselo a su esposa. Sin embargo días después, cuando vendimiaba con un andaluz a quien sus pasos habían llevado por aquellas tierras, se quedó escuchando atentamente la copla que salía de sus labios:
En el sur el vino es río de oro del campo andaluz.
Sorprendido le preguntó:- ¿De qué rio habla esa copla?¿Sabrías decirme dónde se encuentra?
- Aunque está muy lejos de nosotros, siempre está muy cerca de mi.
- ¡Dime dónde por lo que más quieras!
-Junto a las puertas de mi pueblo, en la barra de mi querida Sanlúcar.
Benigno no lo dudó un instante, vendió sus tierras, guardó como amuleto el rico anillo y partió hacia la misteriosa Luciferi, llevándose algunas cepas como recuerdo y con ellas la ilusión de convertir en oro líquido su simiente. Cuando Benigno probó el primer mosto de las viñas sanluqueñas, dijo:
“Hija mía, Dios grabó un rasguño de oro en tu pie para indicarnos el camino hacia la felicidad, por eso a este vino le llamaremos como a ti: “manzanilla” y haremos de él el mejor vino del mundo”.
…Y así fue. Aun hoy dan fe de ello los poetas en todas las tabernas...