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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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20 de Enero de 2008

La sombra de la trascuesta

Jota Siroco.-Corría  el año del Señor de 1593 y era ella esbelta y rubia como una espiga. Quizá por haber nacido una mañana de primavera en el mismo seno azul del río, entre las playas de la “otra banda” y Bajo Guía,  sus padres habían decidido ponerle por nombre Marisol.   En su pequeño ranchito de arena y caña había crecido la niña  cuidada como una rosa y libre como los flamencos que primavera tras primavera visitaban la marisma.    Durante los diez  primeros años de su vida no había conocido la pena, ni había sentido curiosidad por el llanto.   Pero, aquella noche en la que quiso la naturaleza que dejara grabado un clavel en la nieve de sus sábanas, pasó lo que nunca debiera haber ocurrido.

Había salido su padre a pescar con su viejo y pequeño cascarón hasta la que llaman Punta del Malandar, cuando le sorprendió la bicha del destino en forma de tormenta dejando su cuerpo para pasto de camarones.   Aún hoy en las puestas de sol la magia de su espíritu verde  flota sobre las aguas en compañía de las almas de todos los ahogados y su voz aterida parece  gritar a las mareas el nombre de su niña, pero desgraciadamente jamás nadie  ha podido escucharle.   Su dulce madre, la que siempre había llenado su infancia de mimos y caricias, enloqueció de dolor y vagaba por los muelles de Bonanza procurando favores a marinos borrachines y a aventureros sin escrúpulos. ¡Cuantas noches se vió Marisol en la necesidad de recogerla  en las oscuras tabernas del puerto, cuando  ya nadie intentaba acercarse a su derrota!  

Ella, que había nacido para ser feliz, se encontró de pronto con una soledad de peso excesivo para sus leves fuerzas.    Pero a veces parece querer enderezar el diablo lo que Dios creara torcido y así quiso la mala suerte que una mañana el Duque, quizá fuera el VIII al que llamaban D. Manuel, nunca me ha preocupado certificar estos detalles, pasara de cacería por cerca de su abandonado cuartucho y, habiéndose fijado en la necesidad y sobretodo en la belleza de la joven, ordenó que entrara a su servicio en la mancebía de la calle Trascuesta.  Ibase su cuerpo desgarrando en cada uno de los no deseados encuentros con el anciano noble y a la par se evaporaban sus sueños de encontrar el amor, cuando un día apareció en el zaguán de la Trascuesta un joven al que conocían por el nombre de Jerónimo y que como tantos otros había venido desde las lejanas costas de Bretaña a buscar fortuna en el entonces próspero Señorío de Sanlúcar.  

Sólo contaba ella dieciocho años y algunos más contaba el visitante. Verse y enamorarse fue todo uno, que bien es sabido cómo tiembla a estas edades la sangre y lo imposible de poner freno a la pasión.    Celoso el Duque, apenas si se enteró de los amores de su pupila, quiso impedir con dádivas y regalos la boda de los jóvenes, pero era tal  la decisión de los mismos, que al final sólo pudo evitarla mandando al destierro a Jerónimo y ocultando a  Marisol tras las paredes de su propio Palacio.

Parecían sus ojos el inagotable torrente de Las Piletas y era tal su pena que con el paso de los días sus palabras se convirtieron en un triste quejido.   De pronto en aquellos fastuosos salones recordó su pobre casita marinera y-¡Ay, Dios nunca debió permitirlo!-la pócima que con tagarninas y huevos de serpiente su padre le enseñara a preparar para eliminar las alimañas. Buscó en el jardín del Duque lo que necesitaba y una tarde, nunca pensó que tuviera el valor necesario para hacerlo, llegó al amor a través del camino de la muerte en el propio salón de la mancebía, donde el Duque, sin que ella pudiera imaginarlo, la había citado para darle por fin su consentimiento.   Aún estaba amaneciendo... cuando ya Marisol corría,  camino de la playa, abrazada a la sombra  que  todas las noches solía merodear por las secretas esquinas de la Trascuesta

 
 
 
 

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