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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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03 de Febrero de 2008

El velo de la Luna 

Imagen activaJota Siroco.-Fijaos si venía de lejos que ni siquiera recordaba el nombre de su país. Jamás nadie pudo descubrir a través de qué extraños caminos llegó a aquel lugar y sólo su corazón sabía que  llevaba diez largos años aguardando el momento de volver a encontrarla, porque a ella nunca la había echado en el olvido.Aquella noche, como tantas otras, hacía guardia en la llamada Torre del Homenaje. El Castillo de Santiago parecía dormir; veinte antorchas de brea ponían en fuga a las sombras,  a las ratas y a los malos deseos, mientras mil perros famélicos velaban sus sueños de hueso y pan. 

Distraido pensaba una vez más en las inquietantes leyendas de Evora, en los espíritus que al atardecer aullaban en las oscuras cuevas de su seco acantilado, en los murciélagos que llevaban grabados en sus capas el nombre de todos los ahogados y el horror de todos los suicidas...cuando de pronto entre el dorondón de la marisma vio aparecer la luna llena más hermosa que  nadie jamás  hubiera imaginado.  

Quizá fuera por el frescor de la noche, quién sabe si por un inconfesable pudor, el caso es que parecía avanzar hacia la garita cubriendo su rostro de harina y sal con una especie de velo transparente.   Había participado en cientos de batallas sin dejar escapar jamás un lamento, había soportado las más duras heridas y las más crueles torturas sin lanzar al aire el mínimo gemido, había soportado el hambre y la sed sin levantar su voz hacia los cielos, pero cuando la luna se acercó a su puesto de guardia y el descubrió bajo aquel manto de aire y luz el rostro de su amada, el llanto convirtió sus mejillas en un afluente más del Río Grande.  

Parecía que pudiera tocarlo con sus dedos, pero aquel rostro inolvidable le miraba desde tan lejos que ni siquiera la elevada altura de la torre en la que se encontraba hubiera podido acercarlo a su sonrisa, auparlo hasta sus labios.   Sacó de su faldriquera el pañuelo que antes de la partida ella  bordara con las iniciales de su nombre y como si de un beso se tratara lo ondeó en el viento.    Nadie lo hubiera creído, pero al gesto de su enamorado respondió la luna con una emocionada y pícara   sonrisa, para después colgar en las perchas del aire el velo con el que cubría su  desnudez. Conforme los celos del sol hacían huir a la noche por las fantasmales sombras del Espíritu Santo, el guardián vio como, flotando en el cielo, venía hacia él una cálida niebla de seda, una mariposa  de luz, que ya para siempre  acompañaría sus sueños y su soledad.   Ya al alba... la luna, roja de amor y despedidas, bañó su apasionada redondez en las frescas aguas del Atlántico. 

 
 
 
 

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