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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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24 de Febrero de 2008

La dama blanca 

Imagen activaJota Siroco.-Justo cuando el viejo galeón cargado de oro de las Indias decidió tomar baños de luna en los arrabales de la Barra, un velo de sal cubrió el medallón de plata que presidía la estancia donde hacía años aguardaba su llegada.La blasfemia había sonado demasiado hiriente hacia los cielos. El viejo Marqués, asomado a la espadaña que dominaba los océanos, creyó por un momento en su poderío y cuando vio entrando en la bocana el barco cargado de tesoros sintió la necesidad del reto: “Quiera Dios o no quiera, ya soy rico”.

Perdió el desafío. Segundos después la proa de su buque insignia bailaba sobre los ostiones del castillo y su sangre pintaba de azul las piedras de la hacienda y la seriedad de sus blasones.

Años después de los hechos narrados,  el huraño Ibrahim atusaba una tarde su blanca barba en el lóbrego local del Callejón de los Perros.

La ruina del de Arizón había arrastrado consigo a muchos indianos que basaban sus riquezas en los negocios del Marqués y el viejo judío había sabido reservar sus doblones para trocarlos por tan jugosa ruina.En un arcón de cuero repujado guardaba, entre legajos que demostraban su noble procedencia, magníficos engarces de zafiros, collares de esmeraldas, adornos de oro y de marfil, gemas de todos los tamaños y colores, pero quizá fuera aquel medallón el que  había conquistado sus sueños.

Todas las noches antes de dormir aterrorizado en su jergón de usurero, admiraba la delicada belleza de la dama enmarcada en el interior del medallón como si de una reliquia se tratara, parecía aguardar el momento de escapar de entre aquellos arabescos de plata para tomar posesión del palacio que el Marqués le había prometido.Bien sabía Ibrahim que no fue  el oro perdido la causa de tan gran desgracia en el marquesado, bien sabía que fueron aquellos ojos azules como las mareas de Santiago, los que habían envenenado el alma del comerciante.

En el frío corazón de aquel engaste se guardaban los secretos del amor y los ardores de la última pasión.No lo había notado antes, pero una noche al observar con detenimiento las filigranas que adornaban la tapa del medallón, descubrió, como si de un dibujo más se tratara, una fecha: 15 de agosto de 1712. Al principio no le dio importancia, pareciera que el artífice de aquella joya hubiera querido dejar junto a su firma el día de su terminación.

Pero aquella fecha se le había quedado grabada en su pensamiento. Miró al calendario que adornada su angosto despacho y sintió un sobresalto: estaban precisamente en la noche del 15 de agosto. Corrió hacia el arcón tropezando con los cientos de cachivaches  que había ido amontonando en los distintos cuartuchos de su cubil, lo abrió sin poder disimular su excitación, al levantar la tapa que cubría el hermoso retrato se le escapó un grito de terror. El rostro de la mujer había desaparecido.

Subió temblando al más alto torreón de su casa, desde donde podía divisar, acunado por el viento de levante, el ahora sombrío caserón del desaparecido cargador de Indias y al punto, como si de un gato acosado se tratara, sus hirsutos cabellos se erizaron: al ver como, tras los raídos visillos del salón de baile, la silueta de una dama vestida de blanco llenaba de sombra y luz con el resplandor de una trémula vela los oscuros rincones del abandonado palacio.

 
 
 
 

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