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Cuentos de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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01 de Marzo de 2008

Boda en la Catedral

Imagen activaJota Siroco.-El portalón se había cerrado de un golpe seco tras las encorvadas espaldas de Sebastián. El ya achacoso guarda de la Arboledilla dirigió cansinamente sus pasos hacia la pequeña garita que le servía como refugio en las noches de lluvia y como observatorio de cuantos movimientos pudieran producirse en la vasta nave.

La madrugada se presentaba tranquila, como casi siempre, encendió el último cigarrillo, repitiéndose entre dientes que el maldito tabaco le estaba matando, y cuando la ceniza, esparcida sobre su camisa, le indicó que el vicio se había consumido, de un seco soplido dio las buenas noches a la luz del farol  y colocó el chuzo muy cerca de su diestra, por si las moscas.

Llamaban a la bodega la Catedral del Vino y bien que llevaban razón los paisanos, a veces incluso durante las visitas de los turistas sonaba entre las botas el aliento majestuoso del gregoriano, como si todo un coro de cartujos, ebrios de manzanilla, quisieran llenar de misterios las arcadas del casco mayor.Pero aquella noche se notaba en la bodega un movimiento especial, “Chispa”, la vieja perra ratonera, más que vigilar parecía ir avisando a quien la quisiera escuchar  que todo estaba en calma y que podía empezar la fiesta, y es que aquella iba a ser una noche especial, no en vano, al menos en la invitación así lo decía, había sido la elegida por Tina y Tino, los ratoncillos del vino de la cuarta hilera, para prometerse su amor.

El coro de grillos se había colocado estratégicamente sobre las botas del oloroso  y mucho me temo que más de un trago se habían echado ya al gollete, dado su curioso sentido de la afinación; las cigarras le hacían el contrapunto justo a los pies de una garrafita de moscatel que algún chipionero despistado había olvidado en la bodega y por sus extrañas contorsiones tampoco debían irles a la zaga; las arañas habían tejido para la ocasión una hermosísima alfombra de cristal y seda; lentamente, como es natural, se iban aproximando los camaleones, que ejercían con su lengua pegajosa el viejo oficio de guardaespaldas, pues no hay nada peor para el buen orden de una boda que las bandadas de mosquitos no invitados; “Lorenzo”, el orondo siamés, también había recibido su invitación, pues bien es sabido que sólo ante los humanos, y por aquello de conservar el puesto, existe algún tipo de enfrentamiento entre roedores y felinos, en fin que allí estaba tumbado sobre un cálido esterón de esparto; las hambrientas gallinas de Sebastián andaban también por allí intentando picar algo; pero como es lógico el grueso de los invitados lo conformaba una larga hilera de ratoncillos que saludaban sonrientes a la concurrencia.

Cuando Tina hizo su  entrada en tan singular capilla, no pudo reprimir sus lágrimas, se acercó a Tino que le esperaba junto a la cueva del mosto y le abrazó frente a los ojos acuosos de “Chispa” que aquella noche dirigía el ceremonial.Apenas si sonó el “sí quiero” el coro de grillos inició las primeras notas de la Marcha Nupcial, las cigarras desde la esquina opuesta parecían hacer la segunda voz, la “Catedral” se llenó de música, de gritos y de aplausos.

Más de tres horas duraron las celebraciones y ni los ratones más viejos del lugar recuerdan una fiesta como aquella.A la mañana siguiente cuando hacía el guarda su ronda habitual encontró junto a la escalerilla de la quinta hilera un minúsculo ramo de jazmines. Sebastián  sonrió. 

 
 
 
 

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