De esos hombres y mujeres se llenaba nuestro cuarto cada tarde; de capitanes de quince años que luchaban contra negreros impíos a bordo del mítico bergantín , de arqueros bandoleros de los bosques que lanzaban justicieras flechas sobre la maldad intrínseca de la aristocracia, de Mosqueteros que brindaban eufóricos por su amistad y por su fe en las nobles causas, y en cada una de esas gestas de nuestros personajes literarios, se iba fraguando en nuestros adentros, como mínimo un canon de moralidad y justicia.
De vez en cuando, llegaba hasta ese cuarto nuestro, algún poeta, acaso porque andábamos con fiebre amorosa y mirábamos durante horas por la ventana a una hurí de doce años que representaba toda la belleza del mundo, por eso no entendíamos cuando Bécker afirmaba que la rosa iba ser marchitada por el viento helado, porque aquella belleza pura estaba fuera de las terrenales decadencias, poesía eres tú; nos atrevíamos a decirle telepáticamente a la amada que ni siquiera poseía componentes eróticos. El erotismo lo dejábamos para otras; para la que ya apuntaba maneras sexuales en cada uno de sus gestos, para la que había desarrollado el busto de manera espectacular, pero la amada era una princesa limpia y pura, como la virgen María, pero sin preñez y sin dolorosos misticismos.
Los poetas nos hablaban, es cierto, más bajito que los héroes, nos arrullaban con sus cadencias y sus sermones, pero igual nos erizaban el vello cuando contaban la historia de Alvargonzález, o le preguntaban a un burro nuestras primeras retóricas: Platero, ¿tú nos ves?...
Los libros siguieron marcando nuestros días. Así, sin apenas darnos cuenta, fueron llenándose de dudas aquellas inamovibles certezas, fueron apareciendo personajes cuyas premisas vitales ya no tenían tanto que ver con la justicia, con la libertad y con el honor. Personajes que se parecían a nosotros, que compartían, como los héroes de antaño, nuestras inquietudes, nuestros miedos, nuestra perplejidad ante el mundo y ante la vida.
Venían como de un infierno terrenal, venían con abrigos deshilachados y con historias fracasadas, venían con filosofías existencialistas que apenas llegábamos a amagar, venían como Raskolnikov, el estudiante pobre de Crimen y Castigo, al que apoyábamos en la aberrante idea de la superioridad intelectual y personal, frente a la vieja usurera, por más remordimientos que ese crimen pudiera depararnos. Personajes como el joven de “Hambre” la primera novela de Knut Hamsun, que paseaba su desgracia por los parques públicos escandinavos. En todos veíamos a nuestros hermanos y en todas sus amantes nuestras amantes.
La princesa impoluta del bloque de enfrente ya nos había roto el corazón besándose con el campeón atlético del colegio. La destronamos y guillotinamos su recuerdo como Robespieres del desamor adolescente. Lo bueno fue que a partir de esa caída de los altares de nuestra diosa, pudimos por fin rendir a Onán el tributo de su cuerpo.
Nuestras amantes se llamaban “Lucía” “La Maga” “Mona” “Mara”, “Elvira”, “Leonor” …así como hacíamos nuestras sus tribulaciones, nos enamorábamos de aquellas mujeres tan raras, tan complicadas, tan poéticas, tan independientes, tan locas y tan hermosas.
A esta edad, los quince o dieciséis, los poetas llegaron a nuestro cuarto como ocupas del particular parnaso que andábamos fabricando. Un firmamento en el que a ratos Juan Ramón brillaba como nadie, para ser luego eclipsado por la estrella chiquitita, chiquitita pero firme, de Miguel Hernández o de Blas de Otero.
Lorca venía siempre vestido de arlequín y tocando la música más alegre a pesar de su tragedia, Alberti era un humorista cañero tocado por la gracia. Cernuda nos ponía tan pensativos que nuestras madres nos miraban raro, temerosas de nuestros suspiros.
Un día llegaron Celine, Bukowski, Cela, Pavese, Pessoa, Proust, Vallejo y Onetti. Y ya con esta gente en el cuarto, tuvimos que emprender la marcha y buscarnos la vida, fuera de casa; perdida la inocencia. De manera que: ¡mucho cuidado con los libros!.
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