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16 de Septiembre de 2008

Imagen activa Los "otros" niños de la guerra 

José González Parada.-Durante  los primeros años de la guerra civil española, el gobierno republicano  determinó  que muchos niños españoles debían de ser evacuados a otros países, una severa medida que los condenó al exilio desde la más tierna infancia siendo muchos los niños que se evacuaron –los niños de la guerra-, a otros países y continentes como la URSS, América latina y distintas naciones europeas.

El fin primordial fue preservarlo del riesgo de los bombardeos de los “nacionales”  y salvar de esta manera a una generación.

Pero aquí se quedaron los “otros” niños de la guerra, los que tuvieron que soportar en cualquier lugar de la “zona nacional” los ataques de la artillería y la agresión de la aviación, el hambre, la angustia y el miedo de nuestra larga posguerra en medio de un aislamiento inhumano y de una soledad escalofriante.

 ¿Fueron ellos acaso, los responsables del rígido régimen franquista surgido al final del conflicto para que tuvieran que pagar sus consecuencias?.

 Entre los “otros” niños de la guerra me incluyo yo, nacido a mediado de mayo del año 45 -casi tres meses antes de que los americanos arrojaran sus famosas bombas desde el bombardero B-29 “Enola Gay” sobre Hiroshima el 6 de agosto y el día 9, otro bombardero, el B-29 Bockscar arrojara la segunda sobre Nagasaki y diez años antes de que también los americanos nos trajeran aquella leche en polvo y el queso amarillo a cambio de implantarse en Rota donde todavía se encuentran-, que quedamos olvidados sobreviviendo bajo el peso de un agobiante silencio entre las ruinas de la tragedia que asolaba el país, ignorando por entonces que de un modo u otro aquellos difíciles años habrían de influir a lo largo de nuestras vidas.

Nadie ignora que durante todos esos años “vivimos” bajo la sombra amenazante del bloqueo internacional, el hambre y la represión, no existía para nosotros ni derechos, ni juguetes; solo podíamos disfrutar del aire libre de la calle viciado por el aura gris de la tragedia.

Y nosotros, los “otros”, niños de la guerra, en medio de la paz engañosa compartíamos fantasías con viejos compañeros que después se instalaron para siempre en los anaqueles de nuestra memoria como fueron: las pelotas de papel o de trapo, los libros de aventuras, los héroes de los cómics, el plumier de hojalata, los recortables de papel o cartolinas y los álbumes de cromos que comprábamos en las imprentas, los caballos de cartón…. Todos ellos viejos camaradas silenciosos, que nos ayudaron a sobrevivir del miedo, del olvido y la indiferencia.

 Y estos antiguos compañeros, aún hoy siguen habitando en nosotros como vestigios de una infancia perdida. Y como testigos de unos años que resultaron mágicos por irrepetibles.

Nuestra escuela fue la calle, y desde muy joven dimos el callo trabajando en el campo para ayudar a la casa alternándola con los juegos en las calles y antes un porvenir incierto. Jugábamos sobre las aceras de las calles empedradas a las carreras de chapas, a la rayuela, al burro o a las cuatro esquinas, corríamos por las calles persiguiéndonos unos a los otros y disparando nuestras pistolas imaginarias sobre los “malos” y nos enfrentábamos a pedradas con los niños de otros barrios.

Por las noches, cambiábamos las señales que ponían las mujeres antes el grifo de la Fuente del Piojo para coger el “sitio” para el día siguiente llenar sus “cacharros” de agua y que nos servia para ver enfrentarse las féminas al encontrar dichas señales fuera del lugar en que las había colocados el día anterior.

 En invierno, hacíamos fogatas en cualquier lugar con los elementos que buscábamos por los alrededores, como era cartón  o papeles pasándonos la calada de algún cigarrillo liado con tabaco procedente de varias colillas encontrada por el suelo y donde nos contagiábamos los piojos que nuestras madres lo arreglaba lavándonos la cabeza con jabón “Lagarto” o vinagre caliente.

 Buscando en el bar de “La Goya” entre el aserrín del suelo alguna que otra cabeza de pescado dejada allí por algún agraciado que puso pagarla, o comprando en el freidor de Rivero papelones de “mijitas”, o en la Carnicería de Márquez los dos reales de “Aciento de manteca” que decíamos que nos gustaba tanto, así como esperar los barcos de pesca en Bajo de Guía  para que algún marinero nos diera algún trozo de pan “mareado”, que también decíamos que era mejor que el de casa, claro, allí no había.

 En las colas interminables de los comercios con las Cartillas de Racionamientos, se veían rostros famélicos, hambrientos y pálidos, niños delgados y endebles de nuestra edad portando en los rostros la huella de la miseria o la enfermedad, y algunos marcados por la tiña con unas manchas amarillentas que aparecían  en el cuero cabelludo de los menores que los médicos trataban con yodo y nuestras madres con una mezcla de aceite y azufre con el que hacía una especie de papilla que nos la untaba sobres las postillas en el cuero cabelludo o en cualquier lugar o parte del cuerpo.

 Nuestros días pasaban esperando en la cola del comedor de Auxilio Social, -donde hoy se encuentra  en la calle San Juan el Centro de la tercera edad-, o en la iglesia de Santo Domingo con la medallita al cuello donde en ambos lugares nos obligaban a cantar el famoso “Cara al Sol” antes de entrar a comer aquellos que nos podían dar.

      El Auxilio Social fue fundado por doña Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo con el nombre de Auxilio de Invierno -copiado de los alemanes-,  instaurándose el primero en la ciudad de Valladolid el 28 de octubre de 1.936, pasando a la historia en el año 1.976 después de 40 años, donde ya solamente se utilizaba en los centros escolares y sanitarios que se habían ido creando a partir de los años 50.

      En Auxilio Social esperábamos los días en que se repartía el socorro a los padres de familias, grandes cola desde las primeras horas de la mañana para recoger en un cacharro varios cazos de una pegajosa mezcla de Lentejas con bichos y un trozo de pan por cada miembro de la familia mientras los niños esperábamos a que las calderas se quedaran vacías para entrar  a limpiarla y comernos aquella bazofia digna de los campos de concentraciones alemanes.

 Y así fuimos viviendo aquellos años y dejando atrás nuestra infancia caminando hacía la pubertad sin pensar que habíamos dejado una niñez que no habíamos vividos y que ya no la podríamos recuperar.

 A nuestra edad nunca nos veíamos saciados de alimentos y crecíamos débiles como plumas. Los artículos de primera necesidad –manipulados por los estraperlistas-, eran malos,  escasos y adulterados, el pan blanco estaba por las nubes y se recurría al elaborado con diversas mezclas de harinas de cebada, centeno o maíz en aquellos años interminables de hambres, miedo y represión.

 El trigo se molía de madrugada en viejos molinillos de café y la harina, tras pasar por un cedazo, servía para que nuestras madres nos amasaran el pan o, nos hacía unas “poleá” que nos enfriaba el hambre por varias horas. Con el salvado sobrante, o sea, la cáscara del grano desmenuzado, unos granos de anís y un poco de azúcar morena, se hacían unas tortas que resultaban exquisitas para mitigar nuestras necesidades.

Muchísimas tardes, nos reuníamos varios chavales y nos dedicábamos a rebuscar por el campo hierbas o plantas comestibles, frutas en los huertos y moras en las moreras burlando muchas veces a los Guardas Campos que utilizaban  unas carabinas con “balas de sal”. Las blanca flores de las Acacias saciaban nuestra hambre, y las mondas de las patatas una vez lavadas y bien picadas, servían para una tortilla de patata española; la cebada, tostada y molida se convertía en el mejor sucedáneo del café que  endulzábamos con un azúcar moreno o pastilla de sacarosa o, aquel famoso “pan de pobre”, que se fabricaba de forma manual con higo secos a los que  se le añadía castaña,  bellotas o nueces.

      En las calles se seguían viendo a infinidad de trabajadores del campo sin trabajo, mendigos y lisiados de la guerra que llegaban a los pueblos a pedir limosna de puerta en puerta o en las entradas de las iglesias y conventos. Soldados excombatientes luciendo en el pecho condecoraciones de latón que disfrutaban de una mínima pensión con la que podían sobrevivir y mostraban en sus cuerpos señales de viejas heridas como trofeos de guerra.

 En la España trágica y silenciosa vivíamos  tristemente y soportábamos con entereza aquellos difíciles tiempos, durante muchos años conservamos en nuestras retinas  las infinidades de casas destruidas donde jugábamos entre sus escombros, y de la misma manera se encontraban los campo abandonados y sin sembrar y asolados por los incendios.

Con estas escenas, fueron pasando los años entre hambre y represión, inquietudes, miedos e impaciencia. Muchos padres aguardaron, llorando, el retorno de sus hijos que un día salieron de sus casas y nunca regresaron. Y muchos hijos pequeños, también niños de la guerra, esperaron con ansiedad la vuelta de sus padres  que se los llevaron para dar un “paseo” y no volvieron nunca más.

 Algunos yacen enterrados en desconocidas fosas comunes y otros, los que jamás lograron “escapar” del exilio en el extranjero, se nacionalizaron rusos, mexicanos, belgas o franceses, sin que por ello fueran más felices o desgraciados que nosotros, los niños que vivíamos el drama de nuestros padres día a día en un país atemorizado y desolado por el viento de la guerra.

Cuando se apruebe el actual proyecto de Ley  sobre la MEMORIA HISTORICA, de un pueblo martirizado por eternos resentimientos y rivalidades políticas para rescatarla de las negras aguas del abismo, espero que quede reflejadas en sus páginas los “otros” niños de esa guerra cruenta que aquí también quedaron y que al fin y a la postre, fueron los que levantaron España en los campos y la industria hasta dejarla en 1.975 a la altura en que se la encontraron los políticos “exiliados”  que no le faltaron pan y hogar fuera de nuestro país mientras que aquí nos costaba sudor, sangre y lágrimas llevarlo hacía arriba.

De esta manera fueron pasando los años que llevaría a España al desarrollo de estos años, pero para entonces ya habíamos dejado de ser niños. 

            Este artículo fue publicado en SANLÚCAR-INFORMACIÓN en el mes de julio de 2007.

 
 
 
 
 

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