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Cartas de una sombra
 
 
 
 
 
 
 
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16 de Mayo de 2016
Gitana
José Antonio Córdoba.-La noche empezaba a perfilarse por entre las calles de aquella Sevilla del 1326. Los soldados encargados de custodiar las puertas de aquella gran ciudad comenzaban a desalojar a las gentes de las inmediaciones de las arcadas para comenzar a cerrar las grande hojas de madera tachonadas.
Durante las últimas semanas una serie de ejecuciones por las calles de la ciudad habían escapado al control de los alguaciles del gobernador, aunque en un principio se barajara la idea de un ajuste de cuentas entre guetos o bandas de contrabandistas, fue la aparición de las dos últimas ejecuciones acaecidas tres días antes y en la que se había sesgado la vida a varios hombres de Dios, lo que creó cierto clima de preocupación en ciertos círculos de la ciudad.

Esa mañana habían llegado a Sevilla un contingente de tropas del Rey con la misión de reforzar la seguridad y cazar a los culpables de aquellos crímenes. Algo que además beneficiaba a la ciudad pues incrementaba las ventas y consumo en las tabernas, pero algo extraño sucedía, Sevilla era una plaza importante para la Corona, pero lo que extrañó a la población que vivía del trapicheo y el contrabando con los navíos de las Indias fue la llegada al puerto con la subida de la marea de la tarde, de un navío de guerra con pabellón real, y rompiendo las normas portuarias no había procedido al desarme de sus cubiertas de artillería, permaneciendo en medio del canal de navegación.

Sin embargo, Sevilla era especial pese a sus problemas, a los crímenes acaecidos y al incremento de tropas reales en la misma, por la noche sus gentes se entregaban a la magia que incitaban sus calles, sus tabernas y lugares de alterne. Aquel mes de Mayo de 1326 era especialmente lluvioso, las calles rivalizaban en nivel de agua con la propia manga del río en si. No era difícil de ver flotando algún madero o fardo.

Esa noche, con un aguacero constante pero suave una figura envuelta en una capa marrón y sombrero ancho caminaba pegado a las fachadas de las casas, procuraba no tropezar con las gentes que le salían al paso. Aprovechó lo concurrido de las tabernas para entrar en una, comer y beber algo. Tras lo cual volvió a la calle, buscaba a quien debía de sacarlo de la ciudad, al haber concluido su trabajo allí. Para ello debía de alcanzar el puente de Triana y cruzarlo.

Aquel hombre que hoy vestía de oscuro y se escabullía entre las sombras, en otro tiempo sus ropas y aspecto eran distintos, aquella oscura silueta era un Caballero Templario, si de los que ahora eran perseguidos a vida o muerte. Respondía al nombre de Bencomo, su origen se remontaba a las tribus indígenas de los Guanches que vivían en un grupo de islas en el Mar Atlánte y que se encontraban siguiendo la costa de África hacia el sur. Este solitario templario era el artífice de los ajusticiamientos que se habían producido en la ciudad. En plena persecución de los Caballeros Templarios, se había originado una guerra encubierto, donde los templarios tuvieron que ser los jinetes del apocalipsis en las sombras. Bencomo había sido encomendado para la misión por su conocimiento de la ciudad, y de la villa de Sanlúcar de Barrameda, ya que fue nombrado Hermano de la Orden en la Casa de Sevilla y estuvo durante tres años viviendo en la villa de la desembocadura. Pues con las órdenes para cumplir su misión, se le entregaba el documento que le otorgaba su exoneración con la Orden si salía vivo de aquella misión, pues con ello habría cumplido con Dios y con la Orden.

Caminaba por Pages del Corro, buscando una taberna que regentaba una mujer de avanzada edad y que respondía al nombre de Anselma, allí encontraría su contacto para descender el río en barca. Escuchaba sus pasos sobre el encharcado de las calles y se había trasladado a sus años de postulante en la Orden, en aquella ciudad (en esta visita, no se acercó a las proximidades de lo que fuera la Casa Encomienda de la Orden), y de improviso se le vino a la mente aquella impetuosa joven, de claros rasgos agitanados que conociera un día cerca de la Casa del Temple, ella vendía rosas y el hacía la guardia de ronda cuando ella se le acercó y zalamera,le pedía insistentemente comprar una rosa, a lo que él rehuso en varias ocasiones provocando además ciertas risas entre los hermanos mayores, ya habituados a esos aspectos de aquella Sevilla. Vio el local haciendo esquina y accedió a su interior, preguntando a la joven camarera por la dueña le indicó quien era, y se le acercó para presentarse, tras lo cual, la anciana le indicó que llegaba temprano, hasta bien entrada la madrugada no llegaría su porteador, indicó a la mujer que estaría por los alrededores. El local pese a sus escasas dimensiones estaba abarrotado, en el momento que salía cantaba una mujer a la que el publico aclamaba al nombre de Tita, el miró aquella estampa sin más que simple curiosidad. Salía del local cuando una figura le abordó con tal fiereza que le hizo tomar la empuñadura de su espada para desenvainarla, ese forcejeo acrecentado por el bullicio de la gente acumulada en la entrada del local les precipitó fuera del mismo, al verse que perdía el equilibrio dio un paso al lado para librarse de su oponente, pero en ese movimiento el rostro de una mujer, envainó su acero mientras la mujer daba de bruces en los charcos de la calle. Sin prestar la menor atención a la escena, continuó su paso, pero entre chapoteos y un vocabulario que no llegó a distinguir pero que no le era desconocido, escuchó decirle ─valiente ante una indefensa mujer, que por gitana, no nos tenemos a menos que las payas, ─él siguió su camino, pero la gitana, no se dio por vencida y alzó sus gritos a los cuales acudieron un grupo de gitanos y entre sollozos y gritos les indicó la ofensa de aquél que se alejaba en la oscuridad. Los gitanos levantaron a la mujer y todos se afanaron en dar alcance a aquel payo. Tras asegurarse de que andaba solo, a pocas calles entre la taberna de Anselma y el margen del río los más jóvenes rodearon una casa y salieron al paso delante del extraño obligándole a detenerse hasta que el resto del grupo les alcanzó.

La tranquilidad de Bencomo no dejaba indiferente a los gitanos más mayores, pero la hembra gitana, no paraba de increpar a los hombres para que dieran una lección a aquel desagradecido. Bencomo en medio del corro que le habían hecho permanecía tranquilo y giró sobre si mismo para ver quienes le cortaban el paso y rodeaban, tras ello dio unos pasos para seguir pero sus oponentes sacaron de sus fajas facas con unas hojas tan largas como si espada fueran. Él sabía que aquel incidente no le beneficiaba en nada, tan cerca del lugar que le llevaría a su libertad. Pidió disculpas a la gitana y paso a quienes se lo cortaban con un castellano claro y alto, pero con un profundo acento francés, pero los jóvenes gitanos mirando a la gitana, entendieron que ella quería sangre, y no dudaron en estrechar el círculo, mientras ella le decía al extraño, ─si los templarios se hallaran en la villa, no mancharía las manos de los míos con vuestra sangre ─cuando habló así de los templarios en su voz se denotaba una gran tristeza y rabia─ Bencomo simplemente se limitó a desabrochar su capa y liársela en su brazo izquierdo a modo de escudo, su rostro bajo y oculto por su sombrero, preocupaba a los gitanos viejos, aquél extraño no era de los habituales de la ciudad, y sin embrago, se movía por sus calles como quien se había criado allí, ellos se miraron y zamarrearon a la mujer para que se callara y lo dejara correr, pero ella gritaba de coraje. Se hizo un silencio que ella volvió a romper diciendo ─matadlo como ellos han matado a tantos hombres buenos, que no es mi ofensa tan grande, como la que han sufrido nuestros amigos templarios, ¡¡matadlo gitanos!! Entonces Bencomo desenvainó su acero y puso a distancia a los jóvenes más próximo a él, y se giró hacia la gitana y los más viejos, ─¿templarios mujer?, ¿quien eres tú para hablar de esos herejes? ─Ella, agachó la cabeza y dio un paso hacia el hombre que mantenía el acero en guardia, ─¡Ellos, Señor!, han cuidado de nosotros, en más de una ocasión nos dieron abrigo y alimentos, en mi caso me enamoré de un joven que creció aquí y vistió aquí el habito de aquellos frailes. Y sabed, que si no los hubiesen asesinados y declarados herejes, vos estaríais en serios aprietos. ─La mujer calló como si reflexionara, sobre todo aquello, se alisaba y exprimía sus ropas húmedas, y en su rostro volvió a surgir la ira, se giró mirando a los ojos a los gitanos viejos ─¿acabaréis de una vez con esta situación?, ¿qué es la vida de este payo, frente a la de nuestros amigos de hábitos blancos ejecutados?, una vida por mi humillación y por la de los templarios no es mucho, ¡gitanos, honremos a quienes nos cuidaron tanto y tan bien! ─sentenció la gitana... 

 
 
 
 

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