La poesía de mi vida
José Antonio Córdoba.-Caen sobre la cuartilla amarillenta de mi tiempo, letras imprecisas, quizás pensamientos distraídos en este mar tormentoso que es el vivir día a día.
Piensan de mí, pues que piensen lo que bien les venga en gana, que el pensamiento como la luz del sol, debería de ser libre y gratuito, pero es cual jilguero enjaulado, alimentado con prejuicios, condicionado a ver medias verdades, y a veces, falsedades totales. Más sé por lo que escribo, versos mal sonantes, de rítmicas tan imprecisas como mí pensar, que solo sirven para verte tan precisa, tan acompasada como el tic-tac de ese maravilloso reloj de la Naturaleza que en ti tiene su claro cristal y manecillas de oro en tu vientre.
Quise encontrar sentido a una vida que se me escapa como el agua que se retiene entre las manos, a veces gotas lentas, otras, las más, en un rápido gotear.
Te escribo como quien trata de retener entre sus dedos el vivo aletear de una mariposa de bellos coloridos. Cada gesto un impulso que busca entre los pliegues de un papel arrugado, la sonrisa de tus labios. En cada trazo curvo de mi escritura, un viaje improvisado por los poros de tu piel.
Escribo sobre lo que desconozco, sobre las estrellas; sobre la mar; sobre el navegar; sobre amores de versos inconclusos; sobre la Luna; sobre la rosa; sobre ti. Pero que más bella aventura que descubrirme escribiéndote sin conocerte, sin tenerte, y sin embargo, tengo tanto que decirte, tanto que escribirte.
Pero el alba se aprecia por el horizonte del Oeste. Y me llevan hasta el acantilado, húmedas rocas salpicadas de frondosas manchas de vegetación, que como yo, despiertan poco a poco al espectáculo que allí se representará.
Actores, militarmente uniformados. Por tablas, el empedrado suelo de aquel acantilado. Por telón de fondo, el anaranjado amanecer entre claros celestes salpicados de tímidas nubes de blanco algodón. Silencio, quizás hiera más que las balas que se me suponen expiarán mi pecado. ¿Cuál?, ¡vivir!, dicen que es el mayor de los pecados. Aunque sin mucho interés, en mi juicio alegato mi inocencia, “que no pedí vivir, pero que aún así me insuflaron vida”. De poco valió, cual insulso alegato, ante aquellos jueces que de sabios se tienen en la vida de los demás.
Media vida he consumido en llegar al precipicio de este acantilado, lenta justicia la de estos mortales sabios y codiciosos de lo ajeno. Voces a unos metros, griterío de los que me arrebatarán el último hilo de vida. ¿Pero qué mortal puede ser digno de juzgar tu vida y sentenciar que te sea arrebatada? Pues quien te la dio, o uno, que para eso es suya, y aunque no la pidió se la encontró, juzgue oportuno que hacer con ella.
Alzo la vista del oleaje a mis pies, ¡cuánta belleza rompiéndose constantemente! En lo alto las nubes viajan a la velocidad de un tiempo sin fin. Me giro, ante mí no hay gentes armadas, cañones que me apunten, más si me apuntan las gentes de este mundo, con sus municiones letales. Cargan sus viperinas lenguas, sus ojos de indiferencia preparan. Otros ríen, al ver en mi rostro lo sobrio de la situación. Pero cuando todo está a punto, mi rostro se ilumina, en mis labios siempre serios, una mueca va tomando forma para acabar dibujando una bella sonrisa en estos labios cansados.
Un paso, el vacio, ¿lo demás?, bueno lo demás para los que crean que viven…