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01 de Febrero de 2009

Imagen activaMe dan ganas de esconderme un minuto o un siglo, como decía el poeta, pero sin embargo, y por eso escribo aquí y donde me dejan; ¡Que todos sepan que no he muerto!.

Gallardoski.-Supongo que será culpa mía que no puedo mantener a raya ese impulso misántropo del que desde siempre, he ido tratando de zafarme. La forma de hacerlo, de quitarme esa explosiva mezcla de timidez, arrogancia y aburrimiento, ha sido mi disponibilidad manifiesta para atender a los amigos, ir diciendo que sí a casi todo porque, hombre, casi todo era legal e inofensivo.

Cuando se escribe, se termina teniendo amigos escritores. Eso les pasa también a los jugadores de golf que deben ser millones en nuestro país, a tenor de la demanda que hay de campitos en urbanizaciones privadas, para hacer el subnormal con un palito y un agujero, con la de maravillas que con elementos de esa índole puede el ser humano inventar.

El caso es que, si mis amigos escritores, me proponían presentar un libro yo siempre decía que sí, ya saben, por lo de la misantropía que tengo y todo ese rollo. Pero lo malo es que con el tiempo, algunos que no eran mis amigos, me decían que habían escrito un tocho sobre los infinitos tipos de piedrecitas que podemos encontrar en cada una de las playas de la provincia, y que si se lo presentaba yo, y yo decía que sí, que lo presentaba.

El autor del libro, que había dedicado a esa búsqueda entre mística y gilipollas varios años de su vida, me llamaba por teléfono, me decía que si necesitaba algún dato de su currículum él, amablemente, se encargaría de facilitármelo. Yo solía contestar que no, que ya me buscaría la vida. Y eso era lo que hacía: buscarme la vida en los jardines de la palabra, en los barrios pobres de la palabrería y en la prestancia mediática de la verborrea.

Aproximadamente una media hora antes del acto, me llevaba el susodicho librito, un par de folios y un bolígrafo a alguna taberna de los alrededores de la biblioteca, galería de arte, centro cultural, asociación de vecinos o librería glamorosa. Leía por encima algunos textos, me quedaba con el estilo del genio de turno y le buscaba algún parecido con algún pope literario con prestigio, vaguedades como:

“El tono general de el libro, aunque originalísimo, no nos puede hacer olvidar el influjo y el magisterio que Miguel de Cervantes, ha ejercido sobre nuestro autor, que sigue de esta manera la más alta tradición de nuestra prosa”.

Es muy difícil que un autor no asienta ostentosamente con la cabeza cuando se le compara con el manco de Lepanto. Me hincaba entre pecho y espalda un par de cuba libres con ron blanco, encendía un cigarrito rubio, me echaba para arriba los cuellos de la chupa de cuero para parecer más moderno, más poeta y más canalla que casi todos los jipis, progres con gafitas y maestros de lengua y literatura que asistirían al acto y llegaba siempre unos cinco minutos después de la hora, como un Bukowskito de periódico de barrio.

Los más emperifollados siempre eran el escritor, que si resultaba un medio alternativo cuarentón, se ponía un atuendo tipo Joaquín Sabina, muy hortera pero bastante cuidado. Y, por otra parte, la representación municipal; algún delegado de cultura o, mejor, delegada que siempre cerraba los actos literarios diciendo la sandez más gorda de la noche, más gorda aún que la mía.

El publico estaba compuesto casi siempre por el mismo grupo humano; dos o tres viejitas viudas mirando al techo, como queriendo asir allí el vuelo de las inteligentes palabras que desde la tribuna se despachaban. Otro par de amigos y parientes muy cercanos del escritor y algún escritor más joven que todos nosotros que iba o bien para aprender, modosito y sumiso como uno de esos chiquillos de operación triunfo, que aceptan cualquier ordinariez con tal de no ser expulsados de la parcelita de fama, o para dar por culo, en plan “menuda banda de pijos y catetos literarios de pueblo”.

Si para colmo venía la prensa local o –¡albricias!- alguna televisión de estas que hay ahora tantas, tipo vídeo comunitario, ya es que nos poníamos todos estupendos, ensayando gestos que hemos visto desde siempre en nuestras casas, ya saben: la manita en la cara como si se prestara una atención tremenda a cuanto se dice, la dicción como si viniéramos todos de Valladolid y fuésemos más finos que un presentador del telediario. Vamos que nos convertíamos en un grupo de fantoches celebrándose a sí mismos.

Por todo eso, tengo una crisis del carajo con esto de la misantropía. Me dan ganas de esconderme un minuto o un siglo, como decía el poeta, pero sin embargo, y por eso escribo aquí y donde me dejan; ¡Que todos sepan que no he muerto!.

 
 
 
 

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