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29 de Noviembre de 2020
Peluquería
Gallardoski-Hoy me he cortado el pelo, falta me hacía. No porque se puedan ensortijar alegremente los rizos de mi otrora densa cabellera, sino porque lo que va quedando ¡ay!  se enreda triste, melancólicamente como una memoria de lo que fue y ya parece más avisar de la futura e inevitable calavera que de otras inocencias de la coquetería.
Me he cortado el pelo con la mascarilla puesta. Año veinte del siglo veintiuno, quién podrá sustraerse durante la escritura de esa memoria pandémica, de esta locura que nos cambió la vida.
La peluquería parecía de esta guisa un quirófano y uno un enfermo infeccioso.
La chica, que hacía lo que buenamente podía con la congoja de mi flequillo, llevaba puesta visera, mascarilla y guantes y se afanaba por desinfectar cada una de las herramientas que iba usando. Lo que digo; un quirófano. 

Lo normal es que yo hable bastante poco. Casi nada. Las cortesías del saludo y ya. E incluso he ponderado más de una vez aquella ocurrencia:

- ¿Cómo le corto el pelo, señor? En silencio, por favor.  

Y, sin embargo, hoy me he visto a mí mismo dándole charla a la peluquera, como cuando voy al médico y les cuento mi vida, para que se apiaden así de mis achaques, a celadores, enfermeras y doctores. Si saben que soy una buena persona seguro que intentan curarme del todo. 

La peluquería la regentan tres jovencísimas trabajadoras, escarmentadas seguramente de trabajar por cuenta ajena y no poder así comprarse ni un vestido. 

Son serias, esforzadas y diligentes y probablemente no sumen entre las tres los sesenta años. Esa es la realidad económica de un país y no las turbias trapacerías de especuladores, altos funcionarios y orondos empresarios herederos de grandes fortunas que hacen pasar el quinario a sus empleados. 

Me sobrecogía el miedo que tenían, que todos tenemos a los nuevos y malditos brotes de la enfermedad, a que el alivio de los confinamientos nos lleve a la imprudencia y al riesgo y vuelva la vida a detenerse. Y vuelva la muerte a manifestarse con su infinita arrogancia.

-Me agobia mogollón que otra vez volvamos al principio, me confesaba sinceramente preocupada la joven peluquera. 

Yo, como los mayores que pretenden tranquilizar los temores de los más jóvenes, le decía a la chica que trataba de hacer milagros con la derrota total de mi flequillo que estuviese tranquila, que , seguro que le iba a ir bien el negocio, la vida, su noviazgo, lo que fuera…

Pero al volver a casa, pelón como un recluta, he sentido un escalofrío de espanto y no habiendo cosa que me guste más que estar con los que vienen por aquí a leer disquisiciones, bromas, duelos y quebrantos cotidianos, me he agobiado mogollón yo también con la posibilidad de ir sumando en breve, nuevas páginas a aquel viejo (cómo pasa todo; tan callando) diario de la tristeza que escribía. Y que algunos recuerdan.

 
 
 
 

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