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Volviendo a la isla
 
 
 
 
 
 
 
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05 de Diciembre de 2020
La Luna perezosa
Gallardoski.-Ha querido demorar su retirada esta mañana la luna, yo creo que la ha conmovido esa nube solitaria que se mece en el azul del cielo. 
Y la coreografía que en su honor han estrenado las gaviotas. 
Y la sirena de ese buque que navega y saluda a la costa provocando una estampida de flamencos en la marisma. 
O tal vez la emoción selenita haya sido consecuencia de la visión de esos dos amigos septuagenarios que animadamente charlan sobre esta nueva epopeya de la angustia infecciosa y pasean, pese a todo, muy animados por no estar cautivos en la mazmorra de lujo de una residencia para mayores (antiguamente conocida como asilo) y por poder valerse por sí mismos y continuar viéndose  cada mañana, los dos amigos, para contarse sus cuitas y para confiarse sus esperanzas. 
 
Estoy casi seguro de que la luna se ha quedado un poco más, porque disfruta de ese trote del caballo que va imperando por la orilla como un animal mítico, ajeno al espectáculo más antiguo de las playas del sur y sin la obligación de correr enajenado para solaz de nativos y visitantes. El caballo levanta su imponente cabeza y  exaspera a la amazona que lo aparta de la espuma de las olas con las que él  quiere jugar.
Afirmaría que la luna sigue asomándose a esta hora tan avanzada ya de la mañana, porque como yo, se apiada del cincuentón solitario que observa el confín de la alta mar y aboga porque tenga consuelo esta mañana amarga, este vagabundeo  del parado que deambula sin jornal por el paseo marítimo para evitar así el turbio bullicio de las horas laborables, cuando todo el mundo tiene algo que hacer, alguna gestión inaplazable, alguna importantísima labor…por eso escapamos los solitarios a la playa, a la quietud que desde la otra banda regala a sus ojos ese fulgor verde del coto.
El río abre su arteria final y se ofrece al mar, que es el morir, con una serenidad y complacencia que atempera al paseante y vuelve perezosa a la primera luna del invierno. 
Ay, la luna: ¿Qué habríamos hecho esa noche de amor sin tu reflejo tiritando en la orilla? ¿Cómo hubiésemos descubierto la blancura de su cuerpo bajo las escuetas prendas del verano sin tu dulce luminaria? 
Y la playa es destino y es refugio ¿Dónde, si no,  nos hubiéramos escondido esas tardes de novillos que, tal vez, por clandestinas tan largas nos parecían? 
Y pasábamos las dos horas lectivas tirando piedras o fumándonos cigarrillos previamente hurtados al paquete que olvidaba nuestro padre en la cocina…Records, Ducados, Coronas. Tabaco negro que a los doce años nos asaetaban los pulmones y nos mareaban lo justo para encontrar las palabras con las que confesar en una carta secreta nuestro amor sin fronteras a la niña que se sentaba justo delante nuestro en clase y a la que tratábamos de descifrar; sus saludos, su jeroglífico de miradas, su sonrisa que valía más, que nos parecía más erótica que la orgía romana.  
El paseo marítimo muy de mañana, es un lujo que por conocido, apenas celebramos. 
Acaso como la vida, esa que deseamos larga y buena a todo aquel que lo merezca. Que será, quiere uno creer, la mayoría. 
Enfrentemos esa certeza a la barbarie de aquellos que se ponen asquerosamente cachondos con la posibilidad de fusilar a sus paisanos. 
Olvidémonos de ello, que no existan,  y que ellos se olviden para siempre de nosotros. 
La luna está de nuestra parte. Su luz. La suya, la de los lobos con galones y uniforme, no es más que el horror de un fogonazo de fusil y con eso, admito, se puede matar, pero no se puede vivir.
 
 
 
 

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