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Apuntes de Historia CCCXXXIII
 
 
 
 
 
 
 
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13 de Diciembre de 2020

Nuevas notas sobre la I Vuelta al Mundo (V)

Manuel Jesús Parodi Álvarez.-El mundo de las navegaciones oceánicas es sin duda un mundo de conocimientos en buena medida secretos y que no debían estar al alcance de todos: los distintos poderes envueltos en estas navegaciones (como Portugal o la Monarquía Hispánica, en el ámbito atlántico y occidental europeo) harían todo lo posible porque los conocimientos que dichas Coronas atesoraban permanecieran fuera del alcance de otros estados -europeos o no- del momento, igualmente interesados en las exploraciones, la navegación y el comercio transoceánico.
Así, este ánimo de exclusión se veía incluso reforzado ante personas pertenecientes a horizontes culturales y religiosos distintos a las vías de la imperante ortodoxia cristiana de la Europa de aquella época, de modo y manera que llegaría a estar prohibido a conversos (no digamos ya a musulmanes o judíos) participar en estos viajes organizados por las monarquías cristianas (repetimos, especialmente Portugal y Castilla) de aquellos momentos. 
 
En el caso también de este tan singular viaje, de la “Armada del Maluco” (que no había de resultar una excepción de cara a la aplicación de los parámetros de control y organización que venimos apuntando en estas líneas, ni en lo que toca a los horizontes ideológicos y estéticos que la vieron configurarse y de los que se hallaba impregnada dicha Expedición a comienzos del siglo XVI) la Corona castellana (el Estado, que es lo que queremos decir en fin de cuentas cuando se hace referencia a “la Corona” en estos momentos tardomedievales y altomodernos) se mantenía vigilante siempre ante la tan necesaria cuestión de la seguridad en los viajes (seguridad entendida en este sentido como prevención, como precaución, ante el espionaje, por ejemplo, y singularmente en el caso de los considerados como “enemigos naturales” de la Europa cristiana, los espacios musulmanes de sus fronteras meridional y suroriental especialmente), y a dicho ámbito (relacionado con el buen funcionamiento de las cosas, en realidad, de acuerdo a unos -insistimos- parámetros y estándares de la época) y materia no era ajena la preocupación por la necesidad de ejercer el control también en el ámbito de la moral y, por supuesto, de la religión, de los comportamientos y del cumplimiento de las normas morales y rituales relativas a la religiosidad cristiana imperante en la sociedad europea de la época, sociedad de la cual los cinco barcos de aquella menguante armada (recordemos que inicialmente zarparon desde las playas de Sanlúcar de Barrameda en septiembre de 1519 cinco naves, las naos Trinidad, Victoria, Santiago, Concepción y San Antonio, y que final y solamente llegaría a completar el Gran Viaje una de ellas, la nao Victoria comandada por el vasco de Guetaria Juan Sebastián de Elcano, que llegó de vuelta a dichas orillas sanluqueñas en septiembre de 1522) eran un exponente, un verdadero y representativo microcosmos.
 
Hernando de Magallanes, hijo de su tiempo, era un hombre profundamente religioso, algo que sin duda formaba parte de los estándares en los horizontes culturales de la época que le viera nacer y vivir, en las postrimerías de un mundo medieval plenamente cargado de religiosidad y mística (la Europa del siglo XV) , y que contribuiría a definir los contornos del carácter y la personalidad de este navegante portugués (y de sus compañeros de viaje) en 1519, en los albores del Renacimiento europeo.
 
En este sentido, no podemos evitar pensar que el marino luso acaso se encontraba incluso imbuido de una profunda “mística del líder”, una cuestión que quizá hasta cierto punto pudo incluso llegar a ser determinante en su violento final, en su triste desenlace en Oriente, de manera que esta mística personal en la que quizá se viera envuelto acaso le terminaría conduciendo (o cuando menos, le acercó) a su propia muerte, en las islas Filipinas, en abril del año 1521, tan cerca de las especias que le habían llevado a dicho remoto confín (desde la perspectiva europea) del Globo terráqueo.
 
Quizá, y los historiadores siguen especulando aún con esta cuestión y debatiendo hoy día al respecto, la muerte de Magallanes pudiera guardar relación con la controvertida situación en la que se encontraba el almirante luso, a la que se viera abocado, en relación con la indudable necesidad de éste de mantener su autoridad y su prestigio no sólo ante sus propios hombres, sino ante los jefes indígenas filipinos ante quienes se presentaba como emisario (y por ende como representante) de la más alta majestad de la Tierra, el futuro César Carlos V, el rey de España, sin olvidar tampoco el peso de la enorme responsabilidad que, ante los nativos de aquellas tierras, recaía sobre los hombros de Magallanes desde la perspectiva de su papel catequético cristiano.
 
Ello era así porque el marino portugués (al servicio de la Monarquía Hispánica) Hernando de Magallanes no sólo era un jefe militar, sino que se presentaba ante sus contemporáneos y ante la Historia -y así debe ser considerado (porque lo era)- como responsable global, con todos sus alcances, de una misión, la que él mismo comandaba, que contaba sin lugar a dudas con un peso (y un perfil) geoestratégico, económico y militar, pero que también desplegaba a su paso un más que marcado rol evangelizador y difusor de lo que aquellos navegantes europeos de principios del siglo XVI presentaban allá donde se encontrasen y ante quienes se hallasen como la “verdadera fé”, la “verdadera religión”, y el “verdadero dios” (de todo lo cual eran defensores y propagadores), todo lo cual contribuiría a situar al marino portugués en una auténtica encrucijada fatal, que se revelaría a la postre mortal…
Dicha fatal encrucijada se resolvería negativamente para el navegante luso al servicio de Castilla, como sabemos, en las playas de Mactán, en Cebú, en el archipiélago filipino, en abril de 1521, hace ahora más de 499 años.
 
Sería allí y entonces cuando el almirante encontrase la muerte en una escaramuza en teoría -y a priori- quizá menor, obligado a luchar por todas las premisas que hemos señalado (la mística del poder, la necesidad de afirmar su papel, su autoridad, y el peso y aun la veracidad de todo lo que él planteaba ante los indígenas de la zona), obligado también a defender su imagen y su “auctoritas”, lo que habría de costarle la vida.
Su muerte, al tiempo que descabezaría la jefatura de la “Armada del Maluco”, vendría a tener unas notabilísimas -y muy graves- repercusiones y causaría no pocas derivadas en el desarrollo inmediato y futuro de la Expedición, que hasta su muerte sería comandada por el marino luso con mano firme y contra viento y marea.  
 
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