Aceptación y quebarantos
Gallardoski.-Pretender un sucedáneo de la normalidad cuando todo se tambalea pudiera parecernos absurdo y seguramente lo es, pero también es dolorosamente humano.
Uno se acuerda de esas parejas que han dejado de amarse y proyectan viajes a una isla caribeña donde acaso recuperen, mirando glúteos ajenos, la pasión perdida, reformas del hogar que ventilen el polvo viejo y tóxico de la rutina, regalos y flores como barricada sentimental contra el desamor.
Buscamos ante cada nueva coz de este burro gris, minúsculo y tan enorme; trágica maldición que no entiende ni de esperanza, ni respeta a nada ni a nadie… buscamos ante el Covid nuestro de cada día, peripatéticos sustitutos de lo que fuimos, de lo hace nada todavía éramos y su temible presencia nos ha robado.
Fingimos que la vida sigue, porque sigue, sí…pero cómo: ahogados por el miedo y sometidos a unas normas y decretos que hace sólo un año nos hubieran parecido, nos parecían, fantasmagorías de la China Mandarina.
Y esos disimulos de la vedad, nos topamos con las cafeterías que venden sus cafés para llevar y que los contables y los empleados de banca del centro portan como un salvoconducto de los veinte minutos de asueto. Y con los restaurantes que se anuncian para la comida a domicilio, mientras en las cocinas una tristeza sin fondo burbujea en los fogones. Y con los comerciantes textiles que miran cómo se caen de espanto los cartelones de saldos y rebajas y dejan en los escaparates un número de teléfono, por si alguna o alguno, quisiera comprarse unos pantalones, una correa, unas bragas.
La actividad, en definitiva, no esencial, que acabamos de descubrir como de primera necesidad por este hemisferio del mundo.
La cerveza, el café, la alegría del comercio, los pregones de los morenos en la plaza anunciando su precaria mercancía y sus bolsos de boutiques de mentira.
Y el colofón de la cultura. Cantantes ofreciendo recitales privados por unos euros, poniendo la mano tras cada copla como los músicos callejeros, mendigando atención y sustento, pasando el plato metamorfoseado en Bizum o temblorosa y roja cuenta corriente.
Presentaciones de libros en el cuarto del poeta para inmensas minorías. Yo te lo canto, yo te lo mando, yo me lo guiso y a ver quién se lo come. Tristes endechas de la precariedad.
Carnavales callejeros virtuales, oxímoron grotesco, que hará que disfrazarse en el hogar se asemeje más a una pintura negra de Goya que a un luminoso arlequín Picassiano.
Semanas Santas con la guija y la cera de los cirios encendidos en los altares de la devoción más melancólica.
Terrazas vestidas de farolillos para aparentar una feria rociera y un brindis entre convivientes con pcr negativo que ya no saben qué deseo pedir que no haya sido prohibido por la autoridad sanitaria.
¿No sería mejor no engañarnos? ¿No sería más sensato decirnos que ha fallado todo? ¿Pedirnos disculpas colectivas por haber suscitado alguna esperanza, cuando la curva de contagios es ya una guadaña invisible y mortal?
¿No sería mejor decir, decirnos, finalmente que el osito blanco de peluche del buen rollo que colgaba en las terrazas con un cartel donde leíamos “¡Saldremos mejores! Ha perdido un ojo de plástico y está emporcado de intemperie?
Eduardo Galeano escribió este fueguito, lo hizo muchísimo antes del incendio:
“En la pared de una fonda de Madrid, hay un cartel que dice: Prohibido el cante.
En la pared del aeropuerto de Río de Janeiro, hay un cartel que dice: Prohibido jugar con los carritos porta-valijas.
O sea; todavía hay gente que canta, todavía hay gente que juega”
Qué pasará cuando acabe el juego, cuando desterremos el cante. Veremos, veremos…veremos.
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