Jota Siroco.-Excepción hecha de las películas de romanos y de las novelas de Almudena Grandes, no hay nada más largo, más inútil y más aburrido que un invierno… en Sanlúcar o en Pekín (aunque esto último no sabría deciros si es cierto).

Al principio uno tiende a mantener las buenas costumbres del verano: la calle, las cervezas, el buen humor… pero lentamente comienzan a desaparecer los cuerpos bajo un sin fin de harapos y con ellos la vida.

Los días comienzan a ser tan aburridos como una biografía lineal o como un programa de Sánchez Dragó, sin más expectativas que las tristes gracias de los ateridos viandantes mañaneros… y más este año en el que la crisis intenta congelarnos, al mismo tiempo, corazón y bolsillo.

Hay que tener mucha voluntad y mucho coraje para seguir escribiendo la autobiografía a base de relatos (microrelatos) desordenados, como debe ser, porque en invierno todo le invita a uno a la monotonía, a la repetición y al miedo.

El miedo no tiene porqué ser a la gripe, a la navidad, a la lotería que nunca toca, a la ridícula noche a partir de la seis, sino también al frío de las manos, al amor entre edredones, al vaho de los buenos días, al sobresalto de las noticias de Tele5, a los recibos del coche que siempre llegan inmisericordes por estas fechas, a la frivolidad triste del derroche, al derrumbe de este país tan de boina, de aguardiente, de manta a cuadros y de vayaustéasabé.

 

En fin, que, mientras llega y no la primavera, y con ella la luz y la sangre, podemos dedicarnos a pelearnos a cristazos, por aquello de quitarnos la tiritera vallisoletana, o bien optar, como decía “Shakesbeer” por Two beers or not two beers”. ¡Qué frio, Sor Maravillas!