Guzmán el Bueno, héroe de frontera y figura referencial (II)
Manuel Jesús Parodi Álvarez.- Entre los elementos a considerar a la hora de la construcción de un icono, de una imagen que pueda considerarse icónica en el contexto y el marco del discurso del Poder, no sólo son de tener en cuenta, de considerar, los elementos directa e inmediatamente relacionados con el Poder en sí.
Para que una figura de referencia, para que un elemento referencial, consiga alcanzar un perfil auténticamente carismático, para que pueda verdaderamente construirse un elemento que pueda llamarse auténtica y propiamente referencial, es imprescindible dotarlo de contenidos y potencialidades de corte moral, esto es, acordes con los valores reconocidos como propios por una sociedad determinada (aquella a la que pertenezca ese referente social, político, militar, económico) e imperantes en la misma.
Recordemos brevemente que “carisma”, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), proviene del latín tardío “carisma”, y éste del griego χάρισμα, chárisma, derivado a su vez de χαρίζεσθαι, charízesthai: “agradar”, “hacer favores”, siendo que el primer significado que confiere el DRAE a dicho término es el de “especial capacidad de algunas personas para atraer o fascinar”.
Esto, que puede parecer hasta cierto punto casi una obviedad, no lo es tanto cuando asistimos, si contemplamos el paisaje con cierto detenimiento y a través de la ventana de la Historia, al despliegue ante nuestros ojos de incontables figuras (y figuras históricas, en verdad) de innegable relevancia a lo largo de muy diferentes épocas, ninguna de las cuales alcanzaría a llegar a convertirse en un icono referencial, en un elemento de referencia –un elemento positivo, es de entender– para la sociedad que les vio nacer y crecer.
Jefes militares (uno de los perfiles más inmediatos dentro del discurso que nos ocupa), verdaderos heroónes al modo homérico (como los príncipes –o basileues– de la Ilíada, por ejemplo), reyes (otro modelo igualmente clásico), líderes, en fin de cuentas, de una u otra suerte, carácter y naturaleza han pasado a la Historia cargados, lastrados, con unos tonos esencialmente negativos, llegando (incluso, a veces a pesar de sí mismos y de sus posibles méritos) a convertirse en verdaderos contravalores, en elementos plena y netamente negativos y ciertamente muy alejados de lo que puede concebirse como una figura de referencia, como una figura positiva destinada a (y forjada para) ser un icono, un valor, para las generaciones posteriores a su propia existencia terrena, para la posteridad.
Así pues no basta con las obras realizadas, no basta con realizar determinadas acciones que puedan rebasar los límites de la mera capacidad de acción de la generalidad de los comunes mortales para asegurarse la posteridad, la Fama, sino que es necesario, imprescindible cabe señalar, que estas acciones marchen al unísono con los tonos morales de la sociedad que las ha contemplado, con la sociedad que debe proyectar hacia la posteridad a la persona en cuestión, devenida figura de referencia, mutada en icono, en emblema, en símbolo, ya sí, para (y de) esa misma sociedad en cuestión.
Para ello, una figura de referencia debe no sólo sobresalir, destacar muy por encima del común de los mortales (de suyo debe ser así ya de partida: caso contrario no hablamos de nada…), sino que debe además servir como crisol de las virtudes y bondades morales que una sociedad determinada reconoce como propias (caso contrario, tampoco estaríamos hablando de nada…).
En este sentido, pues, la asimilación de gloria y moral (por así decirlo), es decir, de acciones heroicas (más reales, más “construidas” ad hoc) y de un carácter acorde con los criterios morales de la sociedad a la que el personaje pertenece y en la que se pretende insertar al mismo como un icono referencial, la armonía entre los hechos singulares (como decimos, más o menos reales, más o menos construidos para la posteridad) llevados a cabo por el personaje del que se trate y la correcta inserción del referido personaje en los contornos y el contexto de la moral del cuerpo social en cuestión resulta fundamental de cara al éxito de la construcción de esa figura de referencia que el lustre de un determinado linaje, pongamos por caso, busca en un momento dado.
Ser un héroe “contracorriente” no sólo no garantiza la posteridad, sino que viene a poner en peligro el acceso a la misma; el Cid Campeador, por ejemplo, que en un determinado momento de su vida llegaría a poner en peligro su posteridad (y su vida, no lo olvidemos) al enfrentarse a la Corona de Castilla, realmente no estaba sino cumpliendo con su deber como caballero, al tiempo que elevando su figura contra el Destino.
Así, la construcción de la figura heroica de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, supo poner en valor el momento de crisis vivido por el jefe guerrero con su soberano (su empleador, cabría tomarse la licencia de decir…) y convertirlo en una seña de identidad del noble Campeador, un señor, un noble, un caballero, un guerrero, un héroe, que llegado el caso (y sin reparar en los obstáculos y las dificultades, ni en los peligros que su actitud heroica venga a acarrearle, pues es su deber ético obrar del modo en que lo hace) se enfrenta a la injusticia y a la falta de equidad vengan de donde (y de quienes) vengan, llegado el caso como decimos, por mor de la salvaguarda y defensa de su honra, y es ésta “honra”, este elemento moral en el que se resumen la timé y la areté (el honos y la virtus) de los guerreros del Mundo Antiguo, del Mundo Clásico, la verdadera clave de bóveda del personaje (y del icono construido a partir del personaje), pues la salvaguarda de la limpieza de la honorabilidad de un caballero es el elemento esencial de la moral de unas sociedades guerreras impregnadas de valores antiguos (de esa Roma convertida en un icono en sí misma y heredera a su vez de los valores de sociedades aristocráticas precedentes, como la Homérica), sociedades como la castellana medieval, por ejemplo, en cuyo seno se formó, creció y se proyectó hacia la posteridad la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, en este caso, como sucedería igualmente con la figura de Alonso Pérez de Guzmán “El Bueno”, posteriormente.
Guzmán El Bueno, héroe, guerrero, noble, caballero (y más cosas, de seguro no todas de tanto brillo y lustre) sería convertido desde muy pronto (y de manera continuada) en el “mascarón de proa” de una estirpe, en la figura de referencia de un linaje, y como tal, su perfil icónico sería cuidado con celo por ese mismo linaje, su Casa, a lo largo del tiempo. Y entre los elementos que conformaron sus perfiles se encuentran el mismo Cid Campeador, San Jorge, Abraham, San Isidoro Sevillano, Itálica y Trajano, elementos y referencias bíblicas, clásicas, mitológicas y cristianas.
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