Necesitamos ciudadanos que no se dejen convencer por unos demagogos que gritan dos consignas y tres insultos. El empobrecimiento del debate, la demagogia, la mentira, el sectarismo de distintas confesiones, nos hacen vulnerables a todos. Fernando Hernández. Vivimos momentos de incertidumbre. La crisis económica global no parece ser, por el momento, una crisis coyuntural sino sistemática. Y todos hablan de la importancia de tomar medidas técnicamente correctas que nos saquen de la crisis. Pero de lo que menos se habla es de lo que ha habido detrás de esta crisis, una crisis de valores y una entronización de la cultura del éxito rápido y el egoísmo sin límites. Saltarse las reglas básicas de una sociedad civilizada, incumplir las leyes, poner por delante los datos económicos inmediatos, y no tener en cuenta los costes sociales y medioambientales a largo plazo, todo ha parecido valer para asegurarse el éxito económico y el enriquecimiento sin medida.
Esperemos que después de esta crisis cambien algunas cosas. Como la cultura del esfuerzo, empleo de calidad, una mayor sostenibilidad, beneficios empresariales a largo plazo, una ética política y ciudadana más responsable, etc. Y uno estos valores que esperemos que se recupere es la ética política, entendida como los principios y reglas morales que regulan el comportamiento y las relaciones con los ciudadanos, agrupando valores y virtudes orientadas al servicio público. Y que esto, sea aplicable a todos los representantes políticos, los que gobierna y los de la oposición, para defender el cumplimiento de la legalidad y proponer una nueva forma de hacer política, más ligada al reconocimiento de las personas y al dialogo, y menos centrada en la implacable lucha por el poder. Ahora que las instituciones públicas y la política vuelven a recuperar un papel esencial en nuestras sociedades, la hegemonía de lo político sobre lo económico, creemos que es más importante que nunca tener políticos competentes y honestos, que no abusen del poder que se les da, ni despilfarren nuestros recursos. Después de lo que ha pasado y está pasando, los ciudadanos van a demandar a las instituciones públicas mayor rigor ético en la gestión de los recursos públicos. Ya debe pasar el tiempo, que en nuestra ciudad la crónica canallesca y desalmada sea lo cotidiano. La opinión pública considera que el poder municipal ha dejado de estar orientado al bien común y se ha convertido en un manantial incesante de lucro personal, y esta opinión generalizada se puede acabar convirtiendo en verdad universal, lo que por ahora sólo son casos aislados. Esto favorecen una destructiva creencia, a saber: “Todos son iguales”. O, una variante igualmente demoledora: “Todos van a lo que van”. Ante esto, y después de esta crisis, los ciudadanos van a tener claro quien ha estado ejerciendo un poder legitimo y un poder ilegitimo. El ilegitimo, llevado a cabo por alguna oposición irresponsable, lo ejerce disminuyendo las posibilidades de los demás, limitando su información, dificultando su iniciativa, aumentando su desánimo y su escepticismo. Y el legítimo, por el contrario, se ejerce aumentando las posibilidades de acción de los ciudadanos. Uno de los aspectos más dramático de la situación presente es que vivimos en una sociedad de la desconfianza. Por eso las conductas que fomentan esa desconfianza tienen una gravedad añadida, da igual que se trate de infidelidades en el campo personal, como de actitudes antiéticas en el ámbito público, destruyen el capital comunitario, los recursos que tenemos para enfrentarnos adecuadamente con los problemas. Afortunadamente, contra este comportamiento no ético, podemos encontrar el remedio: la conciencia ciudadana, que debe ser una conciencia informada, critica, ética, responsable. Son muchos los que piensan que, en la era de la globalización, los municipios van a tener cada vez más protagonismo, porque son el anclaje del ciudadano en lo concreto, el escenario de participación política más inmediato, el lugar donde se pueden reconocer responsabilidades personales, y comprobar sin intermediarios la eficacia de la acción de gobierno. Y es ahora, cuando los votantes le van a exigir a los políticos como mínimo dos objetivos básicos: uno, aumentar el bienestar de los ciudadanos, y, dos, aumentar las posibilidades vitales, facilitar los medios para su realización personal, económica y social. El bienestar se logra mediante una buena gestión de los servicios públicos. Para administrar el dinero de todos, de lo que va a depender el futuro de esta ciudad y la calidad de vida de los sanluqueños, hace falta más ética que conocimientos de ingeniería económica. Hay que llevar a cabo el aumento de posibilidades, mediante una política promotora, que incite a los ciudadanos a actuar, a emprender, a participar. No se trata de que los ayuntamientos gestionen asuntos que no son de su incumbencia, sino que anime a los ciudadanos, que los incite. Los ayuntamientos tienen que ser los grandes incitadores, los permanentes proveedores de medios, de herramientas, de información, de infraestructuras. La administración municipal tiene que ser la pista de despegue de sus ciudadanos. Es el ciudadano quien tiene que volar, y esto supone que tiene que aumentar su capacidad de actuar. Por eso el ayuntamiento de esta ciudad tiene un reto, independientemente del fundamental que es el empleo, pero muy ligado a él, que tiene que ser la educación, la formación. Hay que formar buenos ciudadanos: responsables, informados, comprometidos, críticos. Necesitamos ciudadanos que no se dejen convencer por unos demagogos que gritan dos consignas y tres insultos. El empobrecimiento del debate, la demagogia, la mentira, el sectarismo de distintas confesiones, nos hacen vulnerables a todos.
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