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25 de Octubre de 2009

Imagen activaCuando el otro día, distraídamente, vi en la televisión a Juanito Golosina y lo confundí con Felipe González, me di cuenta de que ya todo estaba perdido, que el esperpento se había consumado. Desde entonces no puedo evitar ver en cada caricato a un político y en cada político un caricato 

Jota Siroco.-Cuando era joven y aún creía en el mantenimiento de las plazas de abastos, en la suerte de llamarse Alberti y hasta en el alcalde de Marinaleda, que ya es creer, casi nada me parecía ridículo, pero ahora, debe ser que a cierta edad uno sufre un ataque agudo de escepticismo, casi todo comienza a parecérmelo, incluido esto de escribir en un periódico y poner bajo mi nombre el pomposo título de “escritor”, cuando en realidad soy cada vez más un simple escribiente.

Hay que ver la de tardes de sábado que se ha chupado uno en reuniones políticas para salvar el mundo y la revolución rusa ¿qué me importaría a mi la revolución rusa?, la de noches en blanco por escribir la obra definitiva, el mismísimo quijote del siglo XXI, la de mañanas de septiembre en manifestaciones coloradas, la de crepúsculos perdidos en los escenarios de media España… y así anda el mundo, la literatura, la calle y el teatro.

Cuando el otro día, distraídamente, vi en la televisión a Juanito Golosina y lo confundí con Felipe González, me di cuenta de que ya todo estaba perdido, que el esperpento se había consumado. Desde entonces no puedo evitar ver en cada caricato a un político y en cada político un caricato. Los políticos, locales o no, se toman muy en serio sus cosas, apenas si llevan dos telediarios en el cargo y ya comienzan a creerse imprescindibles o graciosos y es esa creencia la que les confiere ese puntito esperpéntico que tanto gusta al personal.

Como los viejos poetas y los viejos cómicos que engolan el verso y la palabra, los políticos, vengan de donde vengan, en cuanto les pones una cámara delante engolan las ideas, los chistes y las ocurrencias. Las ideas cada vez son menos, los chistes y las ocurrencias son cada día, por desgracia, más numerosos.

De todas formas nada de esto tiene importancia alguna, yo sé que no es más que el fruto paranoico que engendra la llegada traicionera de los sesenta, dicho sea sin un ápice de melancolía. Yo creo que ha llegado el tiempo de barrer ideas y sentimientos, tener la suerte de encontrar un buen verso entre los doscientos mil que los poetas nos regalan cada noche en pena, poder compartir una cerveza con mi gente de la plaza y no dejarse llevar por el aburrimiento que despiertan en uno todas las pancartas.

 
 
 
 

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