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Marina: Una estirpe de Sanlúcar
 
 
 
 
 
 
 
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12 de Junio de 2007
"Nunca hiciste el esfuerzo de entender, asentir y aceptar que a veces la naturaleza desvía su camino. ¿Qué importa ya si tú lo sabías Marina, sí tú ya  sabes que hasta ahí llegó y se paró tu sangre ?"
Pepe Fernández.-A sus casi 89 años, cuando murió, Marina era esbelta y espigada. Junco desafiante del tiempo que al final la doblegó enviándole la Parca para secar sus raíces, su vida, pero no el recuerdo de su insultante esbeltez  que tantas veces paseó por las calles del Barrio Bajo, envidia y admiración de sus contemporáneos. Andar acompasado, movía su sempiterno vestido negro a la altura de sus tobillos mientras su cuerpo espigado se inclinaba suavemente por el peso de una jarra de leche que todos los días acarreaba para su venta de puerta en puerta. Su rodete bien trenzado era como un giraldillo, que culminaba su persona.

Con calor o con frío  su indumentaria experimentó siempre poco cambio y su gusto cromático en el vestir siempre fue uno: el negro. No. Ella no quería imitar  la moda de centurias pasadas y de otro lado la sangre derramada por Cristo era asunto baladí, pues cuando las miserias son tantas la mente está más ocupada en salir airosa, ella y el cuerpo para quien trabaja todos los días, que en  disquisiciones teológicas   que pudieran plantear el alma y su presunta salvación. El luto de Marina  formó parte de su ser durante tantos y tantos años, que cien años más que hubiese vivido cien más lo hubiese portado. 
 
Cuando la vida  apenas comienza a andar en un niño la muerte no encuentra lugar en su raciocinio  creyéndose por siempre inmortal y hasta muy entrada la adolescencia esta idea sigue rondando los vericuetos inmensos y desconocidos de la mente. Por esta razón necesité muchos años para entender como alguien como Marina, mi abuela materna, se apegaba al negro, al dolor y a la muerte.  
 
A eso de las dos y media de la tarde una música machacona me recordaba que en ese instante  las noticias del día nos traerían buenas nuevas  y con toda probabilidad, alguien muy importante habría inaugurado un pantano o que el comunismo internacional desde Moscú -no era buena esta noticia-  ponía constantes zancadillas al progreso y bienestar de todos los españoles. Era entonces cuando Rosa, mi madre, me contaba historias pasadas de su familia, de sus padres, su hermano Antonio y de una terrible contienda que enlutó todas las ciudades de España. Y he de decir que a tenor de lo leído en revistas de divulgación histórica, novelas y libros de Historia, Rosa a pesar de su casi nula formación académica no se apartó ni un ápice de la realidad de aquellos momentos que a ella misma, al igual que su madre Marina, les tocó vivir.
 
 Fue a  las cinco de la tarde de un día caluroso cuando Marina llevó a la estación del tren de La Calzada a su querido hijo Antonio. Antonio, Antonio, como resonaba ese nombre en su cuerpo ya marchito y su pensamiento fresco después de tantos y tantos años. Pensamiento que la atormentaba porque esa frescura la devolvía a esa tarde calurosa cada día, cada semana, cada mes y cada año. Antonio, su amado Antonio, su llorado Antonio, su hijo Antonio. ¿Quién pondría en ella el coraje para llevarlo a rastras hasta el tren? ¿Por qué aceptó que quería a su hijo mejor muerto y honrado que fusilado y cobarde en una España que devoraba a sus hijos?
 
Nunca jamás Marina se perdonaría esa valentía que a la postre nada ni nadie le agradeció. Sólo un triste y escueto telegrama:   “Su hijo Antonio Fernández González muerto en combate entre Tremp y Sort. Condolencias”. ¡ Tremp y Sort!. ¿Y dónde está mi hijo?, ¿Qué quiere decir entre Tremp y Sort? Dos pueblos leridanos y uno más de los miles de jóvenes que en el frente del Ebro murieron defendiendo no se sabe qué, a quien o para qué.  
Marina recuerda siempre las últimas palabras de Antonio cuando lo despedía en el vagón del tren: –“Omaita“que me van a matar, que me van a matar.
 
A pesar de su carácter agrio y esquivo, a Marina  le quedaba algo más que recuerdos dolorosos de un pasado reciente. Su nombre y su persona eran los más conocidos allí por las playas de La Calzada o Bajo de Guía. Sus nacarados pies eran los primeros que pisan las doradas arenas del Guadalquivir en Sanlúcar y las tímidas olas atlánticas, mariposas planeando en las orillas de sus bonitas playas.
Muy de temprano, Marina empezaba la tarea diaria de montar su refugio particular formado por despiezados sacos  que sutilmente cosidos y trincados en cuatro palos de dos metros de altura dan sombra para cubrir a todos sus nietos de los rigores del Sol.
 
Más que toldo parecía jaima mal erigida, de ahí que para algunos bañistas asiduos del lugar, (apellidos sanluqueños venidos a menos y no muy acostumbrados a toparse con la pobreza tan de cerca) aquel esperpéntico refugio dañara la vista y desentonara con el incomparable fondo del Coto de Doñana. Razón no les faltaba, corazón sí. Por eso cuando alguna autoridad, guardia municipal, se acercaba –y no de oficio – por aquel calamitoso sombrajo, no tenia más  remedio que dar media vuelta al ver aquella patulea de niños alborotando por doquier y una anciana archiconocida que se cubrían del sol de agosto en aquellos seis metros cuadrados de sombra.  Ese era su reducto, su baluarte, el velo que la ocultaba de las miradas indiscretas para no tener que responder airada a las risas de niños, jóvenes y no tan jóvenes cuando la veían fumar, algo no común para una mujer en esos años.
 
A las dos de la tarde cansada de responder a sus revoltosos nietos que aún no era la hora, Marina se levantaba y a la voz de ¡vamos! El socorrido y práctico sombrajo era pura ebullición.
 
Todos ansiosos corríamos para disputarnos quien sería el primero en darse la primera zambullida en el agua. Carreras, risas, empujones, todo se lo tragaba la mar que como bálsamo milagroso refrescaba nuestras pieles morenas y limpiaba nuestros cuerpecillos de la blanca arena. El segundo chapuzón ya en aguas profundas –medio metro- tatuaba nuestros cuerpos con la verde alga, que si bien para la mayoría de turistas era un incordio, para nosotros no – lo decía Marina –lo que en  la mar está, bien está. Apenas empezado el baño, Marina recoge su largo vestido y lo mantiene con sus manos a la altura de sus rodillas para que las olas no lo salpiquen.
 
El ángel custodio comienza su tarea para controlar a sus alocados niños. El límite para desahogar y aplacar tanta energía estaba en el medio metro de agua, que Marina imponía a todos. Aquel que osara traspasar aquella imaginaria línea era el centro de la más dura reprimenda  de variado léxico  – tacos incluidos – con los que ella “rociaba” a cualquiera de sus nietos. Su hija Rosa jamás consiguió que reprimiera su soez lenguaje o al menos atenuara su potente voz para evitar que trascendiera más allá de su presencia.
 
Soltaba tales retahílas de palabras al viento de poniente que cualquier bañista en un radio de  media milla sabia que a Marina se le había escapado algún infante más allá del profundo medio metro de agua. Siempre prometía duros castigos a todo aquel que hubiera osado traspasar los limites por ella impuestos, pero en su favor habría que decir que nunca cumplió ninguna de sus amenazas. –Mañana será otro día –, decía.
 
Fumaba mucho Marina y su apetito era mínimo, casi  de” economía de guerra”. Su verdadero sustento era su playa, donde disfrutaba con sus nietos y complementaba con  tabaco. Todos los días daba cuenta de sendas cajetillas de Ducados y  de Goya. Como todas las abuelas, ella también tenia su favorito, su preferido. Por esta incontrolable osadía del corazón, Marina ya había sentido los celos de algunas de sus hijas pero la balanza del amor nunca está repartida  de manera equitativa cuando hay tanto y tantos a quien amar. Con todos sus nietos pasaba todo el verano, con él todo el año. ¿Cómo no querer más a quien más tenia, si además era el más tierno, cariñoso y hermoso? Ahora ya no importa porque podemos hablar de él sin tapujos, con libertad y en presencia de la dignidad que te acompaña – quien sabe – por tu viaje en el infinito. Puede que no lo comprendas, que no quieras comprender.
 
Nunca hiciste el esfuerzo de entender, asentir y aceptar que a veces la naturaleza desvía su camino. ¿Qué importa ya si tú lo sabías Marina, sí tú ya  sabes que hasta ahí llegó y se paró tu sangre ?
 
Tu otro nieto – el Pepito feo – sigue llevando su nombre y  el mismo adjetivo acentuado por el paso de los años y mata el gusanillo que le transmitió su profesora de Lengua  intentando, a duras penas  y torpemente, transmitir a otros tu grandeza, tu dedicación y tu amor porque habiendo sido yo tan feliz a tu lado aquellos años sesenta, no hubiera luchado nunca contra el destino que me unió a ti, porque de hacerlo me hubiese perdido el placer inmenso de sentir la  felicidad que tú nos regalaba a todos con tu mera presencia y porque treinta años después de irte aún eres capaz con tus historias – mis recuerdos –, de arrancar una sonrisa de admiración a tus biznietos Carmen Rosa y José Manuel. Donde quieras que estés o no estuvieras, te lo debo. Gracias Marina.
 
 
 
 

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