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A la fresquita
 
 
 
 
 
 
 
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27 de Junio de 2007

A la  fresquita era la hora buena. A la fresquita, a la fresquita. Esa hora en la que la calor mengua y una ligera brisa marina con vientos de poniente refrescan las ardorosas tierras calizas de los viñedos sanluqueños: A la fresquita, a la fresquita. Cuando la siesta termina, los cuerpos se estiran, cuando las madres salen con sus hijos para la playa, cuando los estudiantes mal aplicados recuperan con clases particulares. Esa y solo esa, era la hora buena: a la fresquita.


 

Salíamos muchos en tropel y contentos. Sobre todo los más pequeños, porque la aventura empezaba a esa horita mágica. Todos girábamos nerviosos de un lado para otro esperando la tan ansiada hora: la fresquita. A la sombra del “pino” o refugiados en algún arbóreo matorral que delimitaba las fincas y propiedades vecinas a nuestras casas. Todos estábamos ya provistos del recipiente correspondiente. Todos variados y surtidos en colores, formas y tamaños. Canastos de caña o mimbre, cestas de esparto, bolsas de tela y hasta sencillas  mochilas de cuadriculadas y espaciosas redes policromadas y algún cubo de latón. Éramos una tremenda patulea incapaz de ser controlada por nuestros tutores y mayores. Tanto y tan grande era el nerviosismo que producía la inminente partida.

 

Enrique iba siempre el primero animando a todos. Un chiste o una historieta comenzaba cuando apenas si había terminado la anterior. La chiquillería reía contagiada por los mayores, aunque la jerga – casi jerigonza - y el doble sentido de las palabras fuera incomprensible aun para nosotros.

 

El malogrado Félix siempre era blanco de tus risas y burlas bien intencionadas, rociadas de vocablos malsonantes y con la naturalidad del cotidiano lenguaje usado por estos lares.

Recuerdo bien a todas las féminas del grupo comandadas por mi progenitora.

Allí estaba Amparo. Un día se fue a Palma de Mallorca y jamás volvió. Julia, hermosa y bella como ella misma. Se malcasó y acabó abandonando a su esposo para empezar otra vida en Córdoba, en la casa de una famosa madame, arrastrando luego a su hermana Carmen. La otra Carmen, la de “Cabaza”,  corría y daba puñetazos como un chico. Soledad conocía todas las palabrotas que existiera de la lengua castellana y aun más.

 

Su hermano Antonio, nunca aceptó su minusvalía y su dificultad al caminar jamás le impidió integrarse en tan apetitosa aventura...   a la fresquita. El Antonio, el Miguel, el Diego, el "Sobrino", todos  "Cabazas" –eran 18 hermanos y el mismo Generalísimo les entregó a sus padres las llaves de una casa  construida en el "fin del mundo", en El Palmar y mientras esperaban que se la construyeran, la mayoría se independizaron casándose o emigrando -  muchos de ellos estaban allí.  Toda esa variopinta multitud, íbamos al encuentro de lo que los más pequeño, considerábamos la aventura de rebuscar las viñas de uvas listan o palomino allende las “fronteras” del Cortijo de la Fuente.

El camino era siempre el mismo. Primero, salíamos desde nuestra barriada del “Pino” hasta el Alto de las Cuevas (ni estaba alto ni había cuevas), y de allí hasta la vía del tren pasando por una estrecha vereda protegida por la sombra de unos enormes eucaliptos. Una vez en la vía del tren, proseguíamos en dirección este al encuentro de las viñas ya vendimiadas. Lo habitual era ir mucho hacia el este, para encontrar alguna que no hubiese sido ya rebuscada por otras personas una y otra vez. Tantas, que no quedaba ni rastro de algo que se pareciera ni tan siquiera a una uva, cuanto más a un rebusco o un racimo (lanteros le llamaba todo el mundo en Sanlúcar), pero etimológicamente es muy difícil de justificar el vocablo, y posiblemente sea una contracción de “delantero” al ser el racimo más exterior de la cepa.

Aunque fuese la hora de “la fresquita y el sol ya caía por poniente, aun nos recordaba que seguía allí y que no se había ido del todo. La entrada en la viña era como cabía suponer desordenada. A la voz de, ¡ un “lantero” ¡ ¡ cepa llena¡, acudíamos todos para ver la suerte que había tenido aquel o aquella que de esa desaforada manera gritaba. Casi siempre era el mismo: Felix. Y casi siempre era un simple, sencillo y humilde rebusco con no más de tres uvas. ¡Que cabroncete¡. Las risas de aquel desencanto era tanta, que aun hoy solo el recuerdo me arranca una sonrisa de esa infancia pasada felizmente. Ojalá que en la vida  todos los desencantos tuvieran el mismo final, ojalá las infancias destrozadas   hubiesen tenido la oportunidad que tuvimos los que  una vez, sentimos que el calor y el amor de los tuyos, el de tus amigos, y una tarde de rebuscos a la fresquita por las verdes viñas sanluqueñas, es un potencial emocional tan duradero, que puede acompañarte hasta el final de tu existencia, rememorando con alegría a los que se quedaron en el camino del Alto de las Cuevas, de la vía del tren, del Cortijo de la Fuente o quien sabe donde. Ellos ya forman parte de ese pretérito feliz porque nos alentaron con su ejemplo cariño y dedicación, para no perdernos haciendo camino por la tortuosa vereda de la vida.

 
 
 
 

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