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09 de Junio de 2010

Cuando va pasando el tiempo, he llegado a la conclusión de que pertenezco al muy pequeño grupito de aquellos que creen que es imprescindible tener respeto hacia los demás y tener unas mínimas normas de educación en la vida 

 Alberto Isla Cuadrado.-Hace unos días, después de una semana de entrenamiento, y agotadora, tomé un autobús hacia Sevilla con la firme convicción de que serían unos tres cuartos de horas en los que podría descansar plácidamente. 
A los pocos minutos de salir de Sanlúcar, me levanté para colocar una mochila en la zona de equipajes. Me quedé frio, cuando al darme cuenta me encontré a la señorita (por llamarla de alguna manera) que se sentaba en el asiento detrás del mio, quitándose la camisa que llevaba puesta, quedándose sin ningun tipo de pudor, en ropa interior mientras buscaba sin prisas en su bolso una camiseta para estar más cómoda.
Seguidamente después se acomodó en su asiento y empezó una conversación con una amiga en un tono de voz tan alto, que el autobús entero se había enterado que su madre estaba enferma, que su compañera era muy pesada, que su amiga le era infiel al marido, y que iba a Sevilla a ver a su novio, etc... He de añadir que era experta en hacer pompas mientras pasaba de cotilleo en cotilleo con un enorme chicle.
 
Transcurrido cincuenta minutos de reloj consiguío que mis nervios estuvieran a punto de saltar, pero me controlé y muy educadamente me asomé a su asiento y le pedí por favor que bajara el tono de voz pues consideraba que a ninguno de los viajeros nos interesaba su vida privada.
 
Por unos segundos dejó su conversación, hecha un basilisco me contestó, que eran las 5 de la tarde, que ella hablaba con el tono de voz que le daba la gana y que no me metiera donde nadie me llamaba. Yo le respondí sin perder los nervios, que simplemente le sugería que bajara el tono.
Gracias a Dios que dos o tres pasajeros al oir su airada y belicosa contestación, se sumaron a mi protesta y ella tuvo muy a su pesar que recoger velas. No sé lo que hubiera pasado de no haber contado con el apoyo de los demás viajeros que hubieron de sufrir la misma tortura. Allí se quedó, con expresión furiosa, pensando que todos éramos unos imbéciles y sin tener ninguna conciencia de culpa.
 
Parece que últimamente, cuando en la vida se plantean este tipo de situaciones, resulta tristemente evidente que cuando más respeta usted a la gente, menos le respetan ellos.
 
 
 
 

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