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07 de Agosto de 2010
Cada vez que una de esas que tiene un chicle pegado en el paladar y habla como un dibujito animado, exclame “oigs, qué mal gusto tiene vistiendo mi asistenta” La mandaremos a cortar uva, a recoger fresa o a quitar mierda en un edificio de oficinas, le daremos un marido parado, un hijo cani empastillado y una quinceañera preñada, y por las noches que se vista como le salga del alma.
Cada vez que un barrigón enchaquetado, se lamente por el teléfono móvil del retraso de las obras porque los albañiles van muy lentos, le pondremos una camiseta sin mangas, un casco y le daremos una pala. Y estaremos mirándolo durante horas bajo los venerables treinta y ocho grados de nuestro exquisito verano.

Cada vez que un juez mande a alguien al trullo, porque no ha tenido tiempo ni ganas de ponderar los atenuantes, le quitaremos la toga y lo llevaremos al penal, para que explique en el patio, entre los compañeros del talego, que tiene mucho trabajo y que la justicia es, a veces, muy controvertida.

Cada vez que una señora se queje de la lentitud de un camarero que lleva ni se sabe cuántas horas poniendo cervecitas y tapitas en la terraza, la levantaremos de la mesa, le daremos un delantal y una bandeja, y la pondremos a dar vueltas por la terraza, sumida en la vorágine de la sed de nativos y turistas.

Seremos implacables, no nos darán pena, y con Nicolás Guillén, cuando creamos que van a darnos pena, pensaremos en los largos días sin zapatos ni rosas, sin camisa ni sueños, en los largos días de pieles prohibidas.

Cada vez que alguien diga que hay que mantener la presión en la frontera del Líbano, para contener a la guerrilla islamista, lo meteremos en un avión, lo llevaremos a la frontera libanesa, lo soltaremos y le daremos un megáfono bien gordo para que defienda desde allí su proclama.

 No conseguiremos la paz, ni la justicia, ni por supuesto la libertad, pero evitaremos ya para siempre que la gente diga tantas gilipolleces. Por algo se empieza.
 
 
 
 

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