José antonio Córdoba.-Es fiesta estos días de los Fieles Santos, una, y la otra de los difuntos, donde las gentes pasan a reunirse en los campos santos, sin más objeto que recordar o, simplemente curiosear.
Llevo unos días buscando donde enterrar algo tan vivo, como es un recuerdo, que ya no quiero recordar. He vagado por sus calles desérticas, dónde los portales, balcones o locales comerciales son simples o esmerados recuerdos de un cariño, que los que se quedan aquí, profesaron al que se fue y descansa allí.
Calles de hormigón, fachadas encaladas en blanco, piedra o mármol, distingue a los huéspedes de aquella ciudad.
Pero todo ello, no es más que fachada. Son un mural de recuerdos, para quitarnos la vergüenza de no olvidar. Pero más cierto es que olvidado queda, quien allí es enterrado.
Es una ciudad que pese a sus innumerables detalles coloritas, es fría y gris. Es húmeda y te cala hasta los huesos, tal es el punto, que al menor suspiro te entra escalofrío.
He vagado por sus calles he reparado en sus piedras y mármoles o, en las que aún se puede leer se vende o alquila, por estar vacía. Pero sigo sin encontrar el lugar donde enterrar ese recuerdo tan vivo.
Me sorprende de este lugar, la tranquilidad que recibe el espíritu al pasear por entre lápidas, panteones o incluso muñecos de peluche. Pues es un lugar donde la velocidad del mundo actual solo se aprecia en el fresco de alguna corona de flores recién colgada. A veces desearía que el mundo no fuera tan veloz y raudo como el que es.
Pero en fin, tras varias visitas al campo santo, creo que no dejaré allí este recuerdo vivo, que quiero olvidar. Pues para así hacerlo una lápida le habría de colgar y con vergüenza tendría visitar.
Dicen que el destino del hombre está escrito, pues sea el destino quien cargue con él. Ahora aquí sentado a la orilla del Guadalquivir, le desato las alas para que vuele libremente hasta tierras, de verdes y frescos prados, donde el viento del norte lo vuelva frío rocío.